La curvatura de la córnea

28 febrero 2007

Tartufo

Moliére escribió El Tartufo a mediados del sigo XVII en su habitual línea satírica. La obra fue prohibida por el arzobispo de Paris por impía cuando en realidad, esta comedia es una descripción de los hipócritas, esos personajes que fingen ser buenas personas cuando lo único que les importa es aprovecharse del panolis de turno.
La representación teatral de textos clásicos parte con un peso de partida. Muchos espectadores tienen grabado a fuego que este tipo de literatura sólo tiene tres adjetivos posibles, a saber y elijan ustedes el orden, pestiño, muermo y pesado.
Con esta advertencia comienza el folleto que se reparte al público que asistió a la versión que Noba Producciones Teatrales y el Centro Dramático de Aragón presentó en el Centro Cívico Escartin Otin de Huesca. Alfredo Sena, director y autor de la versión representada, nos muestra el camino sembrado de dudas y chinchetas para culminar explicando con sencillez cual fue el planteamiento para trabajar El Tartufo :”Reivindicar el teatro como un juego del actor consigo mismo, con sus compañeros y con el público” Alfredo Sena condensa en esa frase el magnífico trabajo que ha llevado a cabo para imbricar una acción moderna y actual dentro del texto clásico de Moliére. El reto es superado con acierto de tal manera que ambas tramas se retroalimentan y empastan en un desarrollo argumental sólido, convincente y con altas dosis de comicidad.
La Pisa-bien en Luces de Bohemía de Valle-Inclán le replica a Max Estrella aquello de: “Venga el parné, y tenga usted la suerte” En el mundo de la farándula teatrera suele faltar el parné y tal vez ese sea el motivo final que explique el reparto de once personajes entre cinco actores. Este problema entronca con la ciencia matemática de definir cuantos divisores entran en un dividendo para calcular el cociente y el resto. La solución a este dilema nada tuvo que ver con la matemática, fue la magia del teatro y llegó por la brillantez del excelente elenco de actores y el delirio en el último acto, dónde los personajes, los actores y el público se pusieron del revés.

25 febrero 2007

Del Japón a la cumbia

Esta entrada recoge el guante que Closada me lanzó entre yuca y palma



Había oído hablar tantas veces del Kokura que temía una decepción que seguramente estará más ligada a los fines de semana, cuando la afluencia al local aumenta de forma tan considerable que la espera causa estragos en la paciencia de los comensales. Al menos eso he leído en algunos dominios de Internet.
Nos recibieron con unas batas de flores para evitar salpicaduras. La camarera estuvo lista y al ver las dimensiones de algunos de mis amigos corrió a por otros modelos, igual de coloridos pero de un par de tallas más grandes. La primera sorpresa fue compartir mesa con otros comensales hasta completar los ocho puestos que rodean la gran plancha que en pocos minutos se convirtió en el Teatro de las Ilusiones, en este caso gastronómico.
No podré enumerar en que consistió el menú que elegí porque a día de hoy no estoy seguro de lo que nos sirvieron y porque me quedé boquiabierto y ojiplato con las habilidades del cocinero. Reconozco que estoy enganchado, Karlos Arguiñano tiene mucha culpa, a los programas de cocina de televisión. Me gusta ver como se va desarrollando cualquier receta, esa mágica conversión de los productos frescos a platos elaborados para disfrutar de olores, colores y sabores.
Pero lo del cocinero japonés era otro estilo. Ayudado por dos espátulas, un par de cuchillos y un tenedor de trinchar se dedicó a elaborar los platos delante de nuestras narices con un oficio que acabó convirtiéndose en ballet de vinagre, molinillo rítmico de pimienta y un salero musical. Hubo momentos, en este punto influyó el vino trasegado, en los que aplaudimos con una alegría muy alejada del gourmet.
Helados, cafés, chupitos y algún espléndido que pidió a la camarera que no se llevara la botella. Ese fue el signo inequívoco de que la noche acabaría rumbera.
La ruta de cubatitas fue una de las habituales hasta que mi memoria golpeó al sentido del ritmo.
— Toc, toc. — dijo — Esta noche en el Calaveras y Diablillos pincha Boogalero DJ con su cargamento de reggae, rumba y patxanga.
La propuesta fue aceptada y el viento festivo viró en dirección a la calle Heroísmo. Era la primera vez que iba a ese garito y en la puerta, antes de entrar, noté el regreso de ese instinto animal que creía perdido, la sensación corporal, biológica, de que el sitio me iba a gustar.
La niebla de nicotina entonaba el lugar. Un esqueleto alojado en la pared del fondo a la izquierda me sugirió la ruta del fondo a la derecha, allí había sitio y pista de baile. Los pies se fueron por derecho, las palmas sabrosas no dejaron de sonar y no son pa´ caminar, que son pa´ bailar, que son pa´ gozar
El Gitano Antón, al que todo el mundo camelaba, sonaba en los altavoces. El Rey Peret con Macaco y la máquina musical de los excepcionales Ojos de Brujo. Bizqueé hasta el puesto del pinchadiscos que estaba vacío, desolado, y pensé por un segundo que quizás al DJ le había pasado como al Gitanito Antón, al que todo el mundo quería, pero señores que desgracia que mataron al Gitanito Antón. No fue así, el gachó bajó las escaleras con porte de chiqulicuate, camisa calé de geométrica setentera, corbata flojita pa´ mitigar la calor y pelito rapado al cero. Lo abracé como nunca podremos hacerlo en una de nuestras bitácoras y le grité al compás «Muy bueno el Rey pero ¿qué tal una rumba catalana?» Cualquiera que tenga unos mínimos de conocimientos musicales entenderá la incongruencia cubatera, nocturna y canalla de semejante aseveración. Peret, con permiso de El Pescadilla, es la rumba catalana. Reconozco que en ese momento no fui consciente de mi error, así que debió ser el subconsciente el que solicitó « ¿Y si dejamos la rumbita y pegamos un salto a la cumbia, a la cumbia catalana?
El Boongalero se marchó raudo y sonreía, sonreía pero desesperaba porque su mente buscaba la solución al enigma. Corrió los cien metros lisos de la barra, se sumergió en los discos, se produjo el milagro disquero de unir al Rey de la Rumba con mis adorados/añorados Dusminguet y sonó en mi honor la Cumbia Bruja. La canción mágica con la que regresamos al baile durante la primera noche del primer verano del siglo XXI, tras un órdago de discusión fue la cumbia catalana la que curó el extraño dolor, la que alargó la vida con una piel nueva y un paso pa´lante, otro paso pa´ tras.
El mezcladero de sonidos había acertado y yo estaba sin pareja. Cerré los ojos. Oscuridad. Con la mano izquierda agarré su mano, con la derecha abracé su cintura y me dejé llevar hasta el polideportivo oscense donde giramos y giramos y giramos y giramos hasta recobrar el mareo adolescente de los labios, de la mirada cinemascope, de las estrellas en Los Huracanes, del amor.
La noche venía de ron. En el Calaveras y Diablillos se había agotado. El alcohol nos abandonó y fuimos en pos hasta encontrarlo en otros ritmos más poperos pero… eso es otra historia: La historia de los pasos perdidos que me llevaron desde la cumbia catalana hasta el bar Época Dorada y de allí a la hierba húmeda del Parque de Villafeliche al que regresé en busca de inspiración.

23 febrero 2007

La radio


Fotografía tomada del Museo de la Radio de Luis del Olmo

El primer aparato de radio de mi vida lo recuerdo con unos enormes botones cuadrados de color natilla. Estaba en una diminuta mesilla de la galería que unía la cocina con la despensa y el retrete. Los veranos con un calor de justicia del Barrio del Piojo refrescaban en aquella estancia donde mi madre cosía mientras las aventuras amorosas de Lucecita traspasaban las ondas hertzianas para incitar no sólo a mi imaginación. Aquellas lubricidades infantiles venían provocadas, más que por la voz engolada de Manolo Otero, por las instantáneas en recuadros y subtítulos que convirtieron la radio novela en foto novela, y a la Lucecita de papel couche, Carmen Hernández en el papel de niña abandonada, criada despreciada y amante del señorito, en la dueña de todos mis pensamientos hasta que los trípticos de chicas en bikini decoraron las paredes de la peña y ya nada fue igual.
Nunca sospeché que el viaje de mi hermano con su novia y unos amigos a Andorra la Bella cambiaría mi vida. Aquella excursión diseñada para disfrutar de la sensación de cruzar fronteras terminó con el registro exhaustivo del Mini 1000 en busca de productos no declarados, el acojonamiento de los españolitos viajeros y una radio de transistores camuflada perfectamente.
Lo fundamental de aquel aparato fue su tamaño porque facilitó su transporte de un enchufe a otro. Así que empezó a acompañarme al baño, sobre la mesa de cocina y cada noche en mi cama. Cuando todas las luces se apagaban y los ecos televisivos expiraban con la carta de ajuste llegaba la hora mágica de las palabras y de la música. Desenchufaba la lamparita que decoraba la mesilla de noche, conectaba la radio y comenzaba la caza de las frecuencias. Entre ruidos, grillos y chirridos del dial surgían las voces de la noche que transformaban las sábanas en sabanas, la oscuridad en refugio de taxistas y putas y las bolsas de agua caliente en los mares del Sur donde buceaba en busca de sirenas de carne y escamas. Y me quedé colgado de la radio para siempre, conmigo duerme todas las noches, nunca me ha fallado y creo que no podría vivir sin ella.
La dirección del Teatro de la Estación tuvo a bien invitarme para ir a las tripas de la radio en calidad de alumno de sus cursos de interpretación. La alegría me duró todo el lunes, la mañana del martes y a las seis y cuarto de la tarde estaba en la puerta de Aragón Radio dónde di un salto espacio-tiempo como si estuviera en Matrix, por primera vez tuve la suerte de recorrer el camino que fue desde el Sunstech Mp3 Player FM Radio, continuó por los auriculares, conectó con las ondas y aterrizó en el hall del edificio. Allí encontré a Mila. Ella era la otra alumna que iba a intervenir en el programa, va a la clase de los lunes, así que no nos conocíamos, me gustó mucho la tonalidad de su voz y le auguré, como así sucedió, que sus opiniones iban a colorear las ondas. Se notó que estábamos un poco alterados porque no dejábamos de hablar a la vez, nos pisábamos los comentarios y cada dos por tres me sobrevenían esas extrañas risitas nerviosas que tan poco me gustan.
La llegada de Alicia nos calmó un poco, la secretaria del programa nos llevó hasta la antesala del estudio dónde nos sirvió café, agua y su amable presencia. Faltaban cinco minutos para salir al aire cuando una pausa publicitaria y musical permitió a los locutores de Escúchate venir a buscarnos.
Javier Vázquez y Rafael Moyano causaron buenas vibraciones de inmediato con sus sonrisas, sus amables palabras y la conversación previa que nos lanzó hasta salir en antena. Disfruté con intensidad durante los nueve minutos en los que el espacio mágico de la comunicación estuvo a nuestra disposición: Una mesa en semicírculo, micrófonos rojos, auriculares negros, la pecera del técnico y las palabras. La experiencia ha sido inolvidable.

20 febrero 2007

Recojo el guante

Recojo el guante que me lanza Laonza desde su bitácora.
Se trata de abrir el libro que estoy leyendo por la página 123, contar 5 líneas y transcribir el párrafo siguiente. Las indicaciones son sencillas y si me atengo exhaustivamente a ellas el resultado es el siguiente:


Adiós, Habana.

Me parece poco, además de injusto, para el derroche de literatura que muestra Manuel Rivas en su libro “Los libros arden mal”. Así que me decido a continuar con el siguiente párrafo con la esperanza de no cometer un acto irreversible de mal fario, o algo así, seguro que Laonza y el precursor de este invento me lo perdonan.

“Ahora, el movimiento de la hoja que va en su busca en Coruña tiene otra inquietud muy distinta. Mayarí sacude la sábana de papel como si quisiese deshacerse de ella. Aunque para él tiene ese hechizo del papel que sale al paso, hoy su mente está concentrada en una misión. Llegar cuanto antes al coche de línea y salvar a su hijo. Su hijo que tira del caballo de maera. Desde que lo vio, siempre ha confiado en ese caballo”

Aún queda un último paso para terminar esta faena encomendada que consiste en solicitar la continuación de este ejercicio a cinco blogeros. Esto ha resultado ser lo más difícil. Mi lista es la siguiente y a ellos les pido que si leen esta entrada continúen con el juego.

19 febrero 2007

Candy

Para Natalia

Candy era una jovenzuela soñadora y despistada que transitó por caminos binarios y montañas de dentadura hasta llegar a la cocina del restaurante Personas Muy Importantes.
Las primeras semanas estuvo destinada en la zona de lavado dónde quedó encargada de enjuagar la vajilla y depositarla en el lavaplatos. Cumplió a la perfección con aquella tarea y eso le valió para ascender a la zona de corte. La destinaron a la sección de verduras, se le asignó un cuchillo recién afilado y aprendió con rapidez a presentar zanahorias en juliana, chalotas en brunoise y tomates a la paisana. Todo le iba viento en popa y algunos veces soñaba con el día que pasaría a la zona noble del restaurante, a la pulcra cocina, impoluta como un laboratorio, frente a los fogones en los que pondría patas arriba el mundo de la gastronomía a base de bizcochos con sabor a patata, tortillas en forma de pastilla de chocolate y almendrucos estructurados en diagramas lógicos input/output. Sin embargo, el capricho de una noche de gripe dejó postrada en la cama a la más eficiente de las camareras y Candy fue seleccionada para sustituirla.
Debutó tomando la minuta, esa era la tradición: El primer mes en el comedor no se cogía ni un plato porque la experiencia había demostrado que era la mejor manera de evitar accidentes provocados por los nervios, las prisas y las ganas de agradar.
Fernando Aínsa fue su primer cliente. El que fuera director de Ediciones de la UNESCO compartía mantel con el periodista Juan Domínguez Lasierra. Candy les puso los manteles, los cubiertos, dos copas para cada uno, anotó la comanda y entre idas y venidas escuchó la conversación que se traían. Un diálogo que era un viaje a todo lo que rodea al hombre, desde el caos de la naturaleza hasta la geografía poética de los espacios donde transcurre la literatura. Territorios y mapas que son fruto de la imaginación de Calvino y “las ciudades invisibles” o el mítico Macondo de Gabriel García Márquez. En el desarrollo de la conversación surgió una pregunta “¿Háblame de las islas literarias?” Candy no lo pudo resistir más, se sentó a la mesa y comenzó a hablar.
— Hace un par de años me mudé al capítulo décimo tercero de la Isla de Idle, una pequeña isla situada en el Volaverunt de un primero derecha junto al lago de los patos, el mismo lago de la película Tomates Verdes Fritos, ¿recuerdan? Había un lago sobre el que se posaron millares de patos. De repente, y sin que nadie lo esperase, el agua bajo de temperatura con tanta rapidez que la congelación atrapó a todos los patos. Tras unos minutos de confusión se pusieron a agitar sus alas con tanta pasión que remontaron el vuelo con el lago adherido a sus patas. Pues ese lago, diga lo que diga la película, fue a parar a las inmediaciones de la Isla de Idle.
» Cuando llegué hasta aquel lugar sólo estaba habitado por un tipo barrigudo y paticorto con el que entablé amistad al instante. Me pasó como en Las Mil y una Noche. Un viento violeta traía cada atardecer la historia de un calvo, un cuento de carnaval o un viaje a Escocia. La brisa cantaba palabras que mi amigo el barriguitas traducía, y de aquellas jornadas recuerdo el Circo Mangani, la República de Calíope, un aguacero de Coca-Cola y un ciento volando.
» Hubo un poeta que cruzó ZG Z Ciudad hasta llegar al pozo dónde habitaba el isleño barrigudo y paticorto. Nadie sabe a ciencia cierta de lo que allí se habló, sin embargo hay quien cuenta que bebieron ginebra, comieron gominolas y cantaron unas bulerías aragonesas de muy padre y señor mío. El poeta dejó La Isla de Idle impregnada de sus versos, de sus escasos adjetivos y de la pasión orgánica por el fútbol. En su afán por situar el lugar dónde había estado escribió una carta a La Real Sociedad Geográfica de Londres para consultar sus coordenadas. Pasaron varios meses hasta que el correo trajo la respuesta: Hemos atendido a su petición de búsqueda cartográfica de La Isla de Idle y después de revisar nuestros numerosos fondos geográficos podemos afirmar que la citada isla no consta en ninguno de nuestros numerosos mapas.
» El poeta renunció a situar en el atlas la isla en la que había pasado tan buenos ratos y determinó que, como bien dicen ustedes, hay territorios que han sido inventados por los escritores para construir un mundo a su medida.
El Jefe de Comedor irrumpió con su imponente presencia. Candy captó a la primera el significado de aquella mirada enfurecida y detuvo el relato, se levantó y se fue en dirección a la cocina. Los dos comensales se sintieron incómodos y disculparon a la camarera sin ningún resultado porque el responsable del buen servicio a las mesas se fue bufando sin hacerles ni caso.
La meteórica carrera de Candy en el mundo de la gastronomía quedó interrumpida de sopetón. El debut como camarera terminó con su regreso a la zona de lavado dónde volvió a enjuagar la vajilla y a depositarla en el lavaplatos.

17 febrero 2007

Delirio

Han pasado las horas suficientes como para que la conciencia me achicharre con los remordimientos de la mala gente, de los lobos feroces, de toda esa calaña que caracteriza a los de mi estirpe, esos que manchamos con nuestros pensamientos el suelo patrio de mierda expelida por ventiladores del pasado. Los degenerados del pensamiento único, totalitario y excluyente. Abajo las máscaras y que la luz muestre la maldad de mi rostro, lo canalla de mis palabras y toda la falsedad y podredumbre de mi alma vendida al estalinismo genocida, al terrorismo sanguinario y al horrendo delirio del territorio libre pensante.
He reflexionado entre mis miserias morales y la depravación de mi conducta, otra vez, siempre otra vez, y creo que no merezco tu atención, ni tu tiempo, ni tu bonhomía, ni tu paciencia, ni tus enseñanzas sobre lo ético. Renuncio por segunda vez (lo que demuestra mi falta de palabra y escasa personalidad). Así que lo mejor será que me dejes ladrar mis miserias por las esquinas de lo que queda de esta nación que fue un Imperio y que un sátrapa como yo estoy ayudando a desmembrar, liquidar y arruinar hasta llevarla a la esquina putrefacta de la historia.

16 febrero 2007

Noche de San Valentín


La noche de San Valentín fue de estrenos. Ella estrenó bucles en la punta de sus cabellos, vestido negro, entallado y de amplio escote por el que asomaban un lazito de plata y los tirantes de un sujetador gris marengo moteado con puntitos brillantes de noche.Él tenía que haber estrenado un bóxer blanco con corazoncitos rojos pero decidió no hacerlo y salir a cenar sin ropa interior.
El restaurante Don Pascual los recibió con amabilidad, un local acogedor de dimensiones reducidas y un ambiente agradable que invitaba a la conversación. El chef había elaborado un menú especial para San Valentín y la carta descansaba aquella noche.
El vino con olor a cerezas era del Campo de Borja y sirvió de excusa para el primer brindis mudo de la pareja. No hubo palabras, sólo la mirada profunda de quienes se conocen con minuciosidad, desde los entresijos del alma hasta todas y cada una de las grietas por las que se escapó el amor en los tiempos difíciles, esas grietas que necesitaron el abracadabra de una caricia, la pausa del silencio y la pintura colorista de un orgasmo.
La crema de calabaza con mouse de queso estaba condimentada con palabras de la sorpresa y ambos alabaron el contraste del lácteo con la suave textura vegetal. La dorada escabechada se mostró con la presencia aristocrática de los mares y acompañada por un ramillete de verduritas, la mixtura del océano y la huerta provocó el suspiro de la pareja. El dado de solomillo ibérico tuvo el efecto cinético de reducir las distancias entre los labios, pero fue con la llegada de la sopa de chocolate blanco con polvo de cacao quien provocó las delicias del primer beso de la noche. Compartieron el taco de foie a la plancha sobre timbal de huevos rotos y la edificante promesa de no volver a romper ese hilo mínimo que siempre les había mantenido unidos bajo los chuzos negros de la lluvia de reproches y de las mandíbulas rabiosas, teñidas de incomprensión, de tozudez y del más estúpido de los comportamientos.
El segundo brindis fue en italiano para homenajear el rissotto all´amatricciana que les devolvió a las grandes palabras que una noche se dijeron junto a la Fontana di Trevi. El viaje duró el tiempo justo para que sus corazones volvieran al latido del pum-pum sobre un bacalao confitado al pil pil verde de cilantro. Las risas estallaron cuando se quedaron solos con un par de excelentes pedazos de cordero a baja temperatura con crujiente yuca que deleitó los paladares y vació las últimas gotas de vino. La explosión de felicidad fue el mejor preámbulo para llenar de suspiros el coulant de chocolate con helado de limón.
Él pidió un cortado y la cuenta. Ella fue al baño para bruñir sus labios de mandarina, bañar su piel con aire floral y quitarse las bragas. Abandonaron el restaurante cogidos de la mano, rechazaron los cantos de sirena de una sala de baile que desprendía los ritmos calientes del cha-cha-cha y caminaron hasta el recién adquirido automóvil de rojo lucifer. Él apostó sin dudarlo por una de sus teorías musicales: Bolero para el amor, música negra para el sexo.
Barry White los acompañó a través de las calles iluminadas, por la rampa del garaje y hasta la puerta del ascensor dónde se dieron el primer bocado. Se comieron durante siete pisos y no fue suficiente, así que optaron por volver a bajar hasta la planta menos uno y de allí, regresar a los cielos. El ascensor los expulsó enredados hasta el rellano oscuro que enmoquetaron con los abrigos, el vestido negro, los pantalones vaqueros y una camisa a rayas. La espalda de ella contra la pared, los labios de él en los labios húmedos de ella como el rastreador que busca el oasis escondido bajo un Monte Venus sedoso y enloquecedor.
Entraron a casa a unidos por el magnetismo, pegados piel contra piel y el pene erecto solicitó atención y cuidados. Ella lamió desde el prepucio sonrosado hasta el oscuro placer del ano con la cadencia salvaje del deseo desenfrenado, su lengua vigorosa distribuía el placer a borbotones mientras masajeaba con los dedos la base muscular de aquel cetro sagrado. Cuando ya no pudo contener la impaciencia de su clítoris se tumbó sobre la mesa del comedor y se lo mostró. Él picó el cebo y degustó el agridulce majar que creció y creció hasta que ella se acarició los muslos, los pechos y el primer orgasmo susurró un lamento.
Se detuvieron un segundo. Él caminó hasta tumbarse sobre la cama. Ella paseó sus medias negras y los tacones de las botas hasta ponerse a horcajadas sobre su amante. Estiró la espalda, los pezones se erizaron y frotó con fruición la longitud rígida del pene contra la incandescente cavidad del placer. Ella lo cabalgó hasta lugares inhóspitos y el segundo orgasmo llegó precedido de un escalofrío en el espinazo y el grito salvaje que produce la herida del sumo placer. Sus músculos se tensaron en una reacción incontrolada hasta conseguir que el clítoris y el glande se abrazasen en el delirio.
La intensidad bajó su potencia una milésima y el amante quiso que aquella mujer que lo estaba enloqueciendo tuviera la última y mejor delicia de la noche. La volteó con rapidez y precisión. Bajó las cremalleras de las botas y tiró el calzado al otro lado de la habitación, arrancó sus medias ayudado por dientes y uñas, abrió con besos sus piernas y penetró en la cueva fogosa de deseo con la cadencia suavecita de las olas de mar. Un vaivén sereno de dulzura cambió el olor del lecho, se miraron hasta que el murmullo de palabras obscenas tomó el protagonismo. Tras las palabras tiernas vinieron las palabras obscenas, términos brutales que agitaron las aguas marinas para que las olas se transformaran en tempestad. El mar bravío embistió contra las rocas con la furia inexplicable de la naturaleza más despiadada hasta que el tercer orgasmo trajo el desborde seminal .Cascadas de fluido templado que rebasó las fronteras del sexo, discurrió bajo las puertas, alcanzó la calle, cruzó el barrio y llegó hasta el río que lo llevó hasta el mar.
Ellos quedaron tendidos en un abrazo y sellaron con un beso la renovación del amor.

13 febrero 2007

Corte de pelo



Para mi peluquero


Retrasé la visita a la peluquería con la esperanza de verme con una melena digna de un guitarrista. Migue me recordó que esa quimera no se había producido en el pasado, que era muy difícil que se materializase en la actualidad y me recomendaba que fuera asumiendo que no ocurriría en el futuro. Tenía razón. Tengo una pelambrera peleona y puntiaguda que crece en forma orbital desdeñando la Ley de la Gravedad, en esas condiciones, el crecimiento capilar de mi cabellera se aleja del heavy metal y se aproxima a los Jackson Five.
Pablo me recibió con su habitual amabilidad y me preguntó que tipo de corte prefería. Era una cuestión retórica entre cliente y peluquero porque ambos sabíamos que el servicio iba a ser como el de siempre. Algunas veces he pensado en responderle algo así como: rapado al cero por detrás, extensiones rastas a los lados y mechas verdes en el flequillo.
No tenía una buena mañana porque andaba medio dormido por el cambio de turno de noche a tarde, con esa sensación de jet lang entre la alfombra roja de los Oscar y el Barrio de Las Fuentes. La conversación no acababa de arrancar y Pablo se decidió a contarme la historia de un árabe que mando a su siervo más fiel ha comprar al mercado y allí, entre corderos, especies y verduras, cruzó su mirada con la muerte. Tanto se asustó el vasallo que puso pies en polvorosa hasta postrarse ante su señor.
— ¿Qué ocurre? Veo que llegas sofocado, tembloroso y sin la compra que te encargué.
— Estoy asustado mi señor.
— ¿Cual es el motivo para mostrar tanto miedo?
— Estaba paseando entre los puestos del mercado para comprar lo mejor entre lo mejor cuando me miró.
— ¿Quién te miró para que el pánico se haya quedado impreso en el iris de tus ojos?
— La muerte mi señor. La muerte penetró en mis pupilas, llegó hasta lo más profundo del alma y temo que haya venido hasta aquí para buscarme.
— No temas porque estás en casa de tu señor. Eres un buen servidor y de ti no tengo queja, al contrario, siempre has sido fiel, eficiente y silencioso. Y en justo pago a tus servicios me veo en la obligación de ayudarte. Coge el mejor de mis caballos y los más bellos aparejos, cabalga sin descanso hasta llegar a Samarra. Allí preguntaras por mi hermano. Cuando estés ante él no necesitaras explicaciones ni discursos, sólo tendrás que entregarle este anillo para que ponga a tu disposición sus mejores habitaciones, los más ricos manjares y las más bellas mujeres. Te lo aseguro, te recibirá como si fueras un Rey. Y mientras tanto no te preocupes que esta misma tarde me acercaré al mercado para hablar con la muerte y exigirle que abandoné estas tierras.
— Gracias señor. — contestó emocionado — Mi agradecimiento será eterno ante esta muestra de valor y bondad.
— Anda raudo y no te entretengas en más palabras
Cada uno cumplió con su parte. El siervo disfrutaba de la hospitalidad y su señor interrogaba a la muerte.
— ¿Por qué has venido a asustar a mis criados?
— No fue esa mi intención. De igual manera que se asustó tu siervo me sorprendí yo.
— ¿Y por qué motivo se puede sorprender la muerte?
— Me extrañó encontrarme con tu vasallo en este mercado porque tengo una cita con él mañana por la mañana en Samarra.
Otro ritual retórico de Pablo consiste en mostrar mi nuca recién rasurada en el espejo de la pared, lo hace a través del reflejo de un espejo de mano y mi respuesta siempre es afirmativa y de satisfacción.
—Parece un cuento de Las mil y una noches — le dije.
—Puede que lo sea — me contestó — pero a mi me parece que es uno de los cuentos menores de Borges.
— Borges es una de mis deficiencias literarias. Intenté leer su poesía y no pude entrar en su mundo. Y me da rabia porque muchos de mis autores preferidos siempre se refieren a él como una referencia.
— Yo sólo he leído sus cuentos y me gustan mucho— apostilló Pablo mientras abría la caja registradora.
— Tal vez debería intentar leer alguno de esos relatos.
Caminé hacía casa siguiendo el olor a cocido que Migue me iba a regalar y pensando en la suerte de tener un cuenta cuentos como peluquero.

11 febrero 2007

Yo no soy un Andy Warhol


Manuel Vilas afirmó en su columna del Heraldo de Aragón del sábado 10 de febrero que disfrutó mucho viendo la obra teatral “Yo no soy un Andy Warhol” Sin embargo, yo salí decepcionado del patio de butacas del Teatro Principal.
Coincido con el poeta sobre la excelente interpretación de los actores y si el autor de Magia recuerda la parodia de Lou Reed a mi me gustaría destacar la de Salvador Dalí, porque para homenajes al cantante norteamericano ya tenemos los textos de Manuel Vilas. Veamos dos ejemplos.
El primero es el inicio de su novela Zeta: “Corre el año de 1979. Unos chicos están escuchando el último disco de Lou Read en un garito. El tipo del garito tiene diez años más que los chicos. Pongamos que los chicos tienen diecisiete. Están flipando con el disco”
Este comienzo siempre me apasiona porque todos los amantes a la música hemos tenido alguien diez años mayor que nos ha pinchado un disco en el momento preciso. Yo también encontré a esa persona y sin embargo he sido incapaz de hacer lo mismo.
El segundo esta extraído del poema titulado 1977 de su libro Resurrección “Toda la voz de Lou Reed, glorioso Frankestein del siglo XX”
Manuel Vilas olvida en su columna un detalle muy importante: La música. Porque uno de los grandes aciertos de este montaje teatral fue la incorporación de un trío formado por guitarra, bajo y batería que acompañó a las voces de los actores en las canciones, además de ejercer de cinematográfica banda sonora subrayando algunas escenas de la obra con los más famosos pasajes de la Velvet.
Y si hasta ahora todo son halagos ¿Por qué, a diferencia del poeta, no me gustó la obra?
Creo que no me equivocaré si afirmo que nuestras visiones están determinadas por el conocimiento previo que cada uno teníamos del homenajeado. En mi caso, Andy Warhol representa la repetición obsesiva y multicolor del rostro de la Monroe, una experiencia artística de la que supongo estaría muy contento su autor si pudiera ver los escaparates de todas las tiendas de fotos dónde te ofrecen la posibilidad de convertir, a un precio razonable, tu retrato en una obra de pop-art.
También conocía su obra de diseñador de portadas de discos para la Velvet o los Rolling Stones, quizás por eso me impactó que viniera a trabajar a España para el diseño de del disco Made in Spain de mi adorado Miguel Bosé.
Para ver toda la dimensión de “Yo no soy un Andy Warhol” es necesario un conocimiento amplio del artista y de su entorno, sino estas en disposición de presentar ese bagaje cultural lo tienes mucho más difícil, sobre todo si tenemos en cuenta que el texto de la obra tampoco ayuda a entrar en ese mundo, un texto al que le falta crecer lo suficiente como para llevar al espectador hasta un final claro donde pueda descubrir que ha participado de la fiesta de la cultura pop, que no ha sido un simple espectador, que por eso habíamos hablado en el hall del teatro, no con los actores, si no con los amigos de Andy, esos amigos que nos deberían haber contado sobre las tablas quien es él y cual ha sido su aportación al arte moderno..
Fue la combinación de estos factores, mi escaso bagaje cultural y un texto poco didáctico, lo que sin duda me llevó a no disfrutar plenamente del último montaje del Centro Dramático de Aragón.
Manuel Vilas termina su columna con la reflexión que inicia la obra y que comparto plenamente “puedes tener todo el dinero del mundo, pero la cocacola que te bebes es igual a la que se esta bebiendo el mendigo de la esquina” Este pensamiento revolucionario es una de las grandes conquistas de nuestro tiempo y no deja de ser el corolario a una de las líneas del ya citado poema 1977 “Nico cantando con la Velvet Underground en el Max´s Kansas City y Warhol bebiendo una cocacola caliente”
La primera vez que trabajé en la industria fue en una fábrica de cables para comunicaciones telefónicas. Una de las cosas que me gustaba de aquel trabajo era la nevera de las cocacolas. No era el típico distribuidor de bebidas. Era un arcón del que tenías que levantar la tapa superior, introducir una moneda y tirar del cuello de una Coca-Cola de vidrio de ¡un tercio de capacidad! Era el tamaño de la botella lo que me ponía y la leyenda de que aquellas cocacolas venían directamente desde los Estados Unidos, vía Base Americana. Las latas todavía no había tomado el mercado, en los bares sólo se servían botellines de 20 cl con etiquetas de papel y las botellas de un litro, y hasta de dos, de los supermercados… no, no eran lo mismo.
Aquellas botellas, ¡que el Avelino conseguía sacar de dos en dos!, nos hacían sentir especiales, como en un spot: Amorrados a la fuente de los placeres burbujeantes, mono sucio de grasa, torso desnudo de obrero cachas y todas las mujeres rubias de L.A. rendidas a nuestros pies. Un sueño erótico del proletariado roto por la igualdad del mercado: La chispa de la vida de tu Coca-Cola es la misma que la del último menesteroso.

07 febrero 2007

Cada vez que llueve

La única condición fue que no eligiera una de esas películas románticas donde la belleza de Meg Ryan o Sandra Bullock me dejan tan atontado que no me entero de la trama (ni falta que hace) Migue afirmó con la cabeza pero cuando me mostró la carátula de “Sucedió una noche”, una sonrisilla maliciosa la delató
Fue un golpe bajo. La película de Frank Capra, tras ganar cinco Oscar en 1935, se erigió como la percusora de las comedias centradas en la confrontación de sus protagonistas que, envueltos en mil vicisitudes — ninguna de ellas sexual — siempre terminan muy enamorados y de viaje de novios.
La jovencita Ellie Andrews (Claudette Colbert) y el apuesto reportero Peter Warne (Clark Gable) toman un autobús con dirección a Nueva York, obviemos los motivos, al poco de iniciar el viaje se presenta un inconveniente: Una lluvia desenfrenada obliga a detener el autobús y nada vuelve a ser igual.
Mi padre no pasó el fin de semana con nosotros porque el Utrillas F.C. jugaba contra el Numancia y le tocó conducir el microbús que M.F.U. ponía a disposición del equipo. Habitualmente lo acompañaba en los desplazamientos en categoría de ayudante del conductor y con la responsabilidad de arrimar el hombro al utillero en el traslado de los equipajes, los bocatas post-partido y los enseres propios de un vestuario de futbolistas tales como linimentos, botellas de agua milagrosa y un botiquín de emergencias. Pero el jueves anterior había retado a la suerte en el huerto del Belles con tan mala pata que perdí una decena de pitones jugando al güa, llegué más tarde de las nueve de la noche a casa y el castigó consistió en perderme el viaje al estadio San Juan de Garray. Eso, y todo el fin de semana encerrado en la cocina de nuestro piso zaragozano con los libros del colegio sobre la lavadora, bajo las patas de la mesa o entre los tarros de conserva. Unos días para olvidar.
El domingo por la tarde regresamos al pueblo en los autobuses de línea de La Basilia, unos vehículos cubiertos de hollín que hacían el recorrido Escucha – Zaragoza y viceversa. La estación estaba en la calle Reina Fabiola y guardaba perfecta consonancia con la suciedad de los coches que en su interior pernoctaban. Un local de techos altísimos dónde el negro lo invadía todo, desde los bancos de espera hasta la taquilla.
Éramos los últimos de la fila y cuando llegamos a la ventanilla ya no quedaban billetes
— No se preocupe señora Rosario — le dijo La Basilia a mi madre — que el chico y usted van a montar en ese autobús. Para algo somos del mismo gremio, ¿no le parece?
Mi madre se quedó muda y afirmando con la cabeza mientras aquella señora agarró al vuelo el billete de veinte duros que mi madre sostenía entre sus manos, se alejó a grandes zancadas y comenzó un baile de gesticulaciones y gritos dedicados a los operarios que estaban introduciendo hatos y maletas en las barrigas del autobús. Al final, con voz de ordeno y mando, decretó que bajaran el banco de madera que estaba atado a la vaca del autobús.
— ¿De qué gremio somos, mama?
— Se refiere a que el papa es conductor de autobuses.
— Entonces ¿esta señora no sabe que también conduce camiones y Land Rovers?
— Todo solucionado. — Regresó gritando La Basilia — Hasta Belchite se pueden apañar con el banco de madera que van a poner en medio del pasillo. Allí se baja bastante personal y pueden hacer el resto del trayecto en los asientos libres. Y por las molestias sólo le voy a cobrar un billete, ¿qué para algo somos del mismo gremio, no? — Revolvió entre los bolsillos del delantan, entregó a mi madre unas monedas y apretó sus manos en un gesto cariñoso al tiempo que le dijo. — Dígale al señor Isaac que venga por aquí algún día para recordar viejos tiempos, que se hace muy caro de ver.
El autobús renqueaba en cada cambio de marcha a doble embrague, el banco de madera me dejó el culo dormido y la dureza del asiento difuminó cualquier posible viso de aventura que pudiera tener aquella situación.
Las primeras gotas llegaron a la entrada de Lécera y antes de las cuestas blancas ya se había declarado el diluvio. Los primeros goterones fueron solitarios, orondos y amenazantes. Poco a poco se abrió paso una fina lluvia de cortinilla que enjuagó todo el hollín que cubría el autobús, desatascó centenares de agujeritos en el techo, desbrozó la junta de goma en torno a una ventana cenital y consiguió que las primeras gotitas cayeran inmisericordes sobre las testas incrédulas de los pasajeros.
La primera reacción fue una risotada general, pero el jolgorio de bienvenida pronto se tornó en juramentos al cielo, a las nubes, y a La Basilia. Las gotitas, gota a gota, formaron una cascada que recorrió el suelo y las paredes; encharcó sillones, zapatos y enseres hasta que el autobús se transformó en una primigenia sesión de spa.
En medio de aquella debacle apareció mi madre. Del bolso sacó un enorme paraguas negro y lo enarboló con la valentía de los héroes. Me resguardé bajo aquella tela. Al arrullo de su pecho sentí que volvía al vientre materno, a ese lugar cálido dónde ningún peligro es posible.
Los viajeros bajaban en cada parada pero nosotros permanecíamos en el banco de madera que, aunque duro, se mantenía seco mientras los asientos, saturados por la humedad, empezaban a romperse y a dar rienda suelta al relleno de espuma que escapaba para formar una cadena de islitas amarillas a todo lo largo del pasillo.
En la cuesta de Santo Domingo dejó de llover pero mi madre mantuvo abierto el paraguas hasta que nos bajamos del autobús en la puerta del cine viejo. Descendimos como lo debieron hacer los animales del Arca de Noé: Alegres de pisar tierra seca. En Utrillas no había llovido ni parecía que lo fuera a hacer pero mi madre, como si de una gran señora del siglo XIX se tratase mantuvo desplegado su paraguas. Tras de él se formó una procesión de chicos que nos siguieron por los Jardines Florida, por el Barranco del Malacara hasta llegar al nueve del Barrio del Piojo. Allí nos esperaba el sol junto a los geranios que guardaban nuestra casa. Nadie supo explicar el motivo, el caso es que la romería infantil comenzó a desafinar: Que llueva, que llueva, la Virgen de la Cueva, los pajaritos cantan, las nubes se levantan ¡que si! ¡que no! ¡que caiga un chaparrón! ¡que rompa los cristales de la estación!
Las gotas debieron escuchar la súplica porque llegaron raudas y abundantes. Las vecinas de la calle depositaron sus flores en las aceras y mi madre hizo lo propio con sus geranios. Todo el pueblo celebró la llegada del aguacero: Los zagales formamos un corro de la patata, las mujeres una interminable cadeneta y hasta los mineros abandonaron los pozos para limpiar con el diluvio sus caras negras de sudor.
Desde aquel día, cada vez que llueve de temporal aunque sea en una película de los años treinta, me acuerdo de ella.

04 febrero 2007

Un SMS, dos llamadas telefónicas y la manzana 123

El contestador decía lo mismo durante los últimos días. “Este mensaje es para Don Javier López. La lápida de Don Isaac ya esta instalada. Le ruego se ponga en contacto conmigo para confirmar que ha recibido este aviso. Gracias” La voz del dependiente de Mármoles Serrano tenía mucho más empaque en la grabación que el día que estuve en la tienda. Fui hasta allí con mi hermana, hasta la última parada del 33, junto a la antigua cárcel. Me decepcioné un poco porque había imaginado una gran avenida con miles de tiendas dedicadas al negocio de la venta de lápidas. Tradicionales de toda la vida, modernas con diseños atrevidos, grandes superficies en las que podrías encontrar todo tipo de complementos para tumbas, nichos y columbarios. Pero no, sólo dos almacenes coronaban el final de la Avenida América. Teníamos claro lo que queríamos comprar. El señor que nos atendió se quedó un poco perplejo cuando corté su disertación sobre modelos, colores y calidades. “En realidad hemos pensado en lo más sencillo que tenga”
Intenté varias veces hablar con Mármoles Serrano pero todas ellas me encontré con un extraño ruido de fax. A esa estúpida circunstancia me estuve acogiendo para no ir a comprobar que el trabajo de los marmolistas había sido el contratado. Llegué a soñar que el nombre de mi padre, su fecha de nacimiento y la de su defunción había sido modificadas por el error, el despiste o la impericia de algún aprendiz más pendiente del último SMS de su novia que de tallar con precisión cientos de Descanse En Paz.
La duda se resolvió con otra llamada. La secretaría de la Oficina de Personal telefoneó a mi sección de trabajo para informarnos de la muerte de Antonio Vida Santana, un compañero que disfrutaba de su jubilación desde hacía seis años y con el que compartí muchos turnos de mañana, tarde y noche. Ya no había excusas posibles, iba a subir al complejo funerario de Torrero y la visita a mi padre se terciaba como obligada.
Antonio Vida llegó a Zaragoza desde su Baena natal con la misma intención que todos los inmigrantes de todas las épocas: Mejorar sus condiciones de vida y las de la familia. Como muchos de los andaluces que conozco, pasen los años que pasen, Antonio tampoco perdió parte de ese característico acento de las tierras del sur y que le permitía, contase lo que contase, tener siempre cierta chispa que te llevaba a la sonrisa de cuando era un niño chico, de lo duro del trabajo de antaño y de sus ganas para jubilarse y dar largos paseos por las inmediaciones de Villanúa.
Nos contaba que empezó en la construcción como encofrador y ferrallista hasta que terminó con los cimientos del edificio para la nueva onduladora en la fábrica de papel La Montañanesa y se quedó en plantilla. Fueron años duros, días de no llegar a fin de mes con cuatro hijos sentados a la mesa y de cómo algunos tomates, un par de lechugas y un manojo de cebollas se apiadaban de él hasta el punto de introducirse en un saquete que solía llevar en una motillo de 45. Una vez se vio sorprendido por dueño de aquellos hortales donde las verduras tenían sentimientos de solidaridad con el necesitado. Sintió vergüenza al verse descubierto pero el pundonor acudió en su ayuda en forma de contundente argumento «Ya sabes lo que dice Franco» le dijo al agricultor «lo que hay en España es de los españoles»
Recordé esta anécdota, y un ciento más, durante la ya escuchada homilía. La misa funeral se celebró en la capilla número cuatro, la misma donde acontecieron las exequias a mi cuñado y a mi padre. Busqué algún rastro de ellos en las paredes, en el suelo y en las escaleras de acceso al altar pero no sentí nada. La paz este con nosotros me sacó de mis viajes y un móvil con el último éxito de Bisbal me clavó definitivamente en este mundo.
Familiares, amigos y compañeros seguimos a Antonio hasta el nicho determinado por la concesión municipal y de allí caminé hasta la manzana 123.
Mármoles Serrano había cumplido con lo que se le encargó: Una lápida de color gris sobre la que el cincel labró una cruz y

Don ISAAC LOPEZ MIR
16 de julio de 1919
10 de diciembre de 2006
D.E.P.

Tres pitidos me avisaron de la recepción de un mensaje multimedia. Era la fotografía de un bebe. Me la enviaba Luís junto a un mensaje de texto que rezaba como sigue: Ha nacido Irene con tres kilos y cien gramos. Pili y la niña están muy bien.
Bajé de las alturas que cobijan a mi padre, crucé entre los dolientes del funeral que inauguraba una nueva manzana de nichos y aligeré el paso azotado por el cierzo. Los sonidos de mis pasos sobre la gravilla me recordaron la canción de Radio Futura “El Canto del Gallo” y suavecito empecé a silbar.