La curvatura de la córnea

29 agosto 2007

Las ranas del Manubles

El ocho de agosto publiqué en esta bitácora un relato titulado “La última actuación” Era una historia que rondaba por mi cabeza pero era incapaz de encontrar un disparadero creativo para sacarla adelante. Fue durante una conversación con La Reina del Nilo - vía Messenger - cuando todo encajó. Nuestro trato tenía una única cláusula: Yo estaba obligado a escribir la primera parte de la historia y ella - la dueña de los besos al viento – se comprometía a llegar hasta el final. Y ese es el relato que hoy ocupa el espacio de La Curvatura de la Córnea, un texto que viene desde el otro lado del océano. Gracias Carla.

Las ranas del Manubles

Para el adorable viejo Róbinson y el destino que puso entre sus manos –o cuerdas vocales- el final de esta historia

Parados a la orilla del río, bajo la luz argentaria de la luna post tormenta, la rana voladora y el viejo Róbinson hesitaron un segundo después de su breve charla. Fue ahí que el vejete se largó a tararear su sempiterna canción, y la rana, desde sus escasos centímetros de altura, lo miraba con desconfianza, mientras seguían con el Cántico Ancestral de las Ranas del Manubles como fondo musical.

“¿Y, cuándo partimos?” le inquirió el viejo, envalentonado por la oportunidad que le ofrecía el destino encarnado en esa minúscula, verde y tal vez insignificante rana, de cambiar de una vez por todas el suyo propio, para transformarse en el héroe y protagonista de su obra particular, aquella que nadie aplaudiría pero que le dejaría más satisfecho que un millón de espectadores en el teatro más grande del país.

“Momentito, abuelo” le espetó el batracio. “Si estás seguro de ser el hombre que romperá el hechizo que pesa sobre la Reina del Nilo, te insisto que nadie conoce la ruta que lleva hacia ella. Tendremos que buscar ayuda, un mapa o algo parecido”

“Deja eso, criatura” retrucó Róbinson, con el tono grave y teatral del que nunca había podido hacer gala sobre el escenario mientras duró la tourneé. “Creo tener la llave que nos abrirá la puerta hacia ella”

Y así fue como el viejo adoptó una postura recta que lo hacía parecer alto, muy alto, más grande que la vida misma. Inhaló el fresco aire de la noche como queriendo contenerlo todo en sus ya vividos pulmones, cerró los ojos y ante la mirada estupefacta de la rana centinela, subió el tono de su cantaleta en “memoria de un actor cuyo nombre se ha perdido y que hacía de bandido”. Como llevadas por una orden divina, al mismo tiempo, las ranas del río comenzaron a croar con toda intensidad, y no se sabe de dónde, surgieron varias de ellas, cientos, tal vez miles, que se agruparon en dos filas iguales delante de ellos, sin abandonar su ancestral croar, dejando ver un verde camino iluminado de plata gracias a la luna que no había querido perderse nada del inusual espectáculo, que se extendía hacia lo que parecía ser el infinito. Casi como la alfombra hollywoodense repleta de brillos y luces que sueña todo artista.

El viejo Róbinson abrió los ojos e invitó a la rana a acometer el camino verde junto a él. “Vamos” le animó. “Ella nos espera”. La rana no daba crédito a lo que había visto, pues en ninguna parte del Libro Sagrado de las Profecías se mencionaba siquiera una clave, una mínima pista, que permitiera llegar hasta la misteriosa criatura que era la Reina del Nilo. Al fin y al cabo, qué podrían saber las ranas sobre cosas del corazón.

Partió el viejo Róbinson adelante, con paso ligero, casi como volando. A prudente distancia le seguía la rana, sin aún poder creerlo. Se preguntaba en sus adentros si finalmente este actor dado de baja por voluntad propia-y no de su público, valga la aclaración- sería el encargado de romper el hechizo de la Reina, y de paso, liberar al Reino del Nilo poblado por todas las ranas del Manubles, del universo y sus alrededores…

Tal vez pasaron minutos, horas o días, hasta que al fin viejo y rana llegaron a una especie de isla sin abandonar el paisaje nocturno. Mecida por un fresco viento azul y plata, majestuosa como la Reina que era, y tendida en su hamaca bajo la misma luna del Manubles, yacía la hechizada soberana vestida de blanco, lánguida y hermosa. Turbado por la mágica visión, pero sin por ello perder el sentido práctico, el viejo Róbinson verificó que lo dicho por la rana guía era efectivo: a pesar de la intensa luz de luna, ¡no había rastros de la sombra de la Reina!

La Reina, por su parte, se incorporó sobre su lecho plateado y con los oscuros cabellos alborotados por la brisa y una dulce voz de niña, musitó “Has venido al fin….ya sabes lo que debes hacer…me lo ha avisado tu corazón, el mismo que te trajo hasta aquí”. Y sin más, el viejo Róbinson volvió a erguir su postura hasta el cielo, llevó ambas manos a su boca y lanzó un gran beso al viento. Hecho esto, se sentó sobre la arena bajo la hamaca, y siguió cantando bajito, mientras la rana le acompañaba croando entusiasmada, hasta que ambos formaron un suave coro. Entretanto, la Reina recobró su lánguida posición sobre la hamaca.

Tal como lo dictaba el Sagrado Libro de las Profecías, esperaron pacientemente las tres lunas llenas necesarias para dar por concluido el efecto del hechizo. Durante el tiempo transcurrido junto a la Reina, el viejo Róbinson nunca abandonó su canto, así como la rana centinela tampoco dejó de croar. Hubo momentos en que efectivamente el sonido parecía uno solo. Cumplido el tiempo, la brisa cesó. La luz plateada y el aire azul se hicieron más claros, y de un solo gran salto, la Reina se levantó de la hamaca y abrazó al viejo Róbinson con todas sus fuerzas, ya que finalmente había recobrado su sombra…

Sin soltarse del agradecido abrazo de la Reina del Nilo, fue el turno del viejo Róbinson de contemplar con ojos atónitos lo que ocurría ante él. El croar de ranas se fue haciendo más intenso, y el viejo pudo ver cómo comenzaban a llegar, nadando sobre las aguas que rodeaban la isla, todas las ranas del Manubles, del universo y sus alrededores, que venían a contemplar la sombra de su Reina y al fin, a disfrutar del reino en libertad.

El viejo Róbinson, feliz por haber cumplido su misión, sintió que era hora de irse. Cerró los ojos con la esperanza de que las ranas que se acercaban a la isla, le abriesen nuevamente el camino para regresar a casa. Sin embargo, no se movía de los brazos de la Reina. Fue allí que abrió los ojos, y cayó en cuenta de que no se encontraba en la isla encantada sino que sobre el escenario; de que el abrazo de la Reina era en realidad el de sus compañeros de escena; y que el cada vez más alto croar de ranas no era sino el coro del público, que tarareaba al unísono su cantaleta “en memoria de un actor cuyo nombre se ha perdido y que hacía de bandido” y que no paraba de aplaudirle de pie.

Carla González
Santiago de Chile, Agosto de 2007.



22 agosto 2007

ford

El primero de mis coches fue un Seat 133 que en realidad era de mi padre. El segundo fue un Seat Ritmo 75 de segunda mano que mi padre donó a favor de mi causa. El tercero lo pagué con mi propio parné y fue un Ford Scort. Para estrenarlo fuimos a Cuenca, pero a mi me hubiera gustado, como en el poema de Pablo García Casado, viajar al sur.

19 agosto 2007

Pelitos

Media docena de osados pelitos brotaron en la punta de mi nariz. Eran diminutos e inofensivos cuando los descubrí en el espejo del baño, pero bajo el foco exigente de mi esposa se revelaron como un terrible comando entrenado para alterar nuestra vida conyugal hasta el anatema. Migue surgió con valentía entre las tinieblas en ciernes, llegó decidida a terminar con aquella exigua representación peluda y se encaró con decisión ante tamaña afrenta a la estética de mi napia.
Fue hasta la retaguardia y regresó con un sobre de bandas depilatorias faciales de cera fría que incluía toallita con aceite. Venía eufórica, henchida de contento mientras yo estaba apocado, asustado y temblando como un corderito. Ella intentó tranquilizarme con arrumacos «Es cera fría cariño» Rasgó el sobre de plástico «No te asustes, ya verás como en un periquete termino con esos cuatro pelos» Calentó un par de tiras de papel cebolla entre sus manos «Tranquilo mi cielocariñotesoromiamor será un segundito» Separó las hojas con sumo cuidado «Ya verás, es muy fácil y no duele nada, mi rey» Aplicó la banda humedecida por la cera sobre la zona a depilar. El papelito quedó colgado de mi nariz y allí estuvo un par de interminables segundos «Ahora si que vas a estar guapetón» Su mano izquierda tapó mi boca y con la derecha tiró de la banda con decisión y a contrapelo. Fue un movimiento muy rápido y complejo que se inició en el hombro, continuó por el codo y terminó con giró de muñeca acompañado por una extensión longitudinal de los dedos. El dolor fue punzante, breve pero muy intenso.
Me enseñó orgullosa los cuatro pelos sin apartar la mano de la boca, supongo que temía mis alaridos. «Espera, espera que faltan dos» Esa fue mi perdición. De la media docena de pelitos asentada en mi nariz, sólo cuatro tuvieron a bien desprenderse en el primer intento. Migue se tomó aquello como un desafío y no paró de repetir la coreografía depilatoria hasta que se acabaron las bandas impregnadas de cera.
No me pregunten cuanto tiempo duró, ni cuanta munición fue utilizada en el embate porque desfallecí a las segundas de cambio, sólo tenía fuerzas para dejarme hacer. Los dos pelos resistieron con el valor de la infantería todo el bombardeo y Migue sentenció con un tono marcial que hasta entonces yo desconocía «Los eliminaré con las pinzas» Así fue. Un par de tirones terminaron con el último reducto de pelitos insurgentes
La batalla había terminado victoriosa pero me inquietó un incipiente escozor en la punta de la nariz «Eso pasa siempre» me dijo Migue «una ligera rojez y una pequeña sensación de irritación, ¡ay si te depilaras como las mujeres verías lo que es bueno!, mi quejica»
Han pasado un par de días y el escozor, lejos de desaparecer, se incrementa a cada hora. Migue sigue sonriendo. Ahora cada mañana embadurna la punta de la nariz con una crema verde y por la noche con una blanca. A cada minuto me da un beso en el área afectada pero aún con todo la cosa no mejora. Estoy preocupado porque una mancha bermellón ha aparecido en el campo de batalla y tiene muy mala pinta.
¿Alguna sugerencia al respecto?

16 agosto 2007

LA NOCHE SIN TECHO 07

Algo importante ocurre en Ateca para que El Fary este intersado ¿Te lo vas a perder?
Aqui te puedes descargar el cartel

15 agosto 2007

Los silencios del faro

La bitácora de Fernando Sarría se ha convertido en mi oasis literario para el verano, la atalaya poética de Zeta y el territorio mítico dónde encontrar un poema casi diario. En sus líneas me introduzco en busca de una ración de lirismo, sin embargo, inmerso en sus aguas, casi siempre terminó caminado por las veredas de la reflexión sobre el amor, la vida y el devenir cotidiano, ese mar en el que encontrar la belleza significa escapar de la mediocridad de estos tiempos de plasma, parabólica y zapeo TDT.

El juego del azar

Se va el suave día con su brisa de estancias
abotonando la camisa de la noche,
y en el refugio del crepúsculo,
encendidas las últimas nostalgias,
tú y yo convivimos,
sabiendo de antemano,
que a pesar de todos los silencios
no hay entregadas más cartas al azar
que las que siempre su mano ha poseído.

Fernando publicó este poema el seis de agosto, tras su lectura pensé en el juego del azar de la convivencia, en los silencios cuando todas las cartas están repartidas y en el vértigo de jugarte el amor una y otra vez.
Los juegos de cartas deberían ser silenciosos, un tapete dónde los faroles no sean ni verbales, ni gestuales, el terreno dónde las piruetas vengan determinadas por el azar. Pero ese silencio no es el más importante para el amor. El silencio más difícil para el amor es el de la mirada al otro lado de la mesa, el del beso de madrugada, el de conducir con ella a mi lado y disfrutar del silencio, sólo los faros, ni siquiera las estrellas.
Mi imagen entregada al silencio de los faros debió de gustar al poeta porque me prometió un “poema hermoso”. Y el poema llegó ayer. Ha estado en mi bandeja de entrada esperando a que me atreviera a leerlo. Era tanta mi alegría por este gesto que temía no estar preparado. Eso fue ayer, antes de la escapada a El Temple con unos amigos para disfrutar de una verbena de las de antes, beberme todo el ron con coca-cola y bailar y bailar y bailar.
Hoy es el día de la Virgen de la Asunción, tal vez por eso mi moral ha subido hasta las nubes dónde hemos comido pollo asado al estilo Döner Kebab del barrio. Después de la ligera somnolencia de la siesta he retozado con mi chica sobre cirros balanceados por la calma chicha de una Zeta tórrida y semi abandonada. El día transcurre con buenos presagios, así que he decidido que es un buen momento para disfrutar de los versos que me dedica el poeta de guardia de esta ciudad. Sólo tienes que pulsar play:

13 agosto 2007

Ecografía

Para Jorge y Nati

El mar amniótico era una balsa de aceite y chapotear en sus aguas tibias comenzó como una deliciosa pendiente hedonista — a la que sólo le faltaba el dudua de los Beach Boys — y terminó por resbalar hasta ser interrumpido de golpe y porrazo.
No lo podía ver bien, estaba muy cerca, demasiado cerca, tan cerca que sólo pude atisbar una nariz de zanahoria que terminaba en unas antediluvianas gafitas para la vista cansada. El tipo se fue alejando muy despacio, tenía barba poblada y una bata blanca con bolsillo superior repleto de bolígrafos de todos los colores. El instinto fetal comenzó a funcionar cotejando los datos disponibles. El extraño era un médico que extendía un gel frío y azulado sobre la tripa de mama, mientras el mar continuaba anclado en una calma chicha como preludio de la tormenta. Las señales disponibles no dejaban lugar a dudas: Estaba presenciando los preámbulos de una ecografía.
La ecografía era uno de los temas estrella en la Escuela de Fetos, en torno a ellas circulaban mil y una historias, las más populares había alcanzado el estatus de Leyendas Urbanas, como aquella que hablaba de un feto enamoradizo que se quedó prendado de la cara angelical de una Médico Interino Residente de primer año. Pasaron un par de décadas hasta que aquel feto, transformado en mocetón, encontró a la muchacha convertida en una bella mujer, y juntos vivieron el amor forever. Pero la más popular entre los estudiantes era la historia del ginecólogo torpe que murió electrocutado por el ecógrafo, justo en el preciso momento de sentenciar el sexo del feto. Porque, no nos engañemos, las ventajas terapéuticas de la ecografía se han visto eclipsadas por el espectacular anuncio del género al que pertenece el inquilino temporal del útero materno. Esta práctica, desde el punto de vista fetal, es una flagrante intromisión en nuestra intimidad. Por eso me apunté a la asignatura denominaba “Comportamiento ante una ecografía: Detección, Identificación y Acción” Era una formación de carácter voluntario y con un éxito creciente entre los fetos de países occidentales, al contrario de los fetos concebidos en el tercer mundo que, como no tenían que enfrentarse a ese tipo de invasión, participaban en un número muy escaso, esa divergencia de intereses introdujó esta asignatura en la maleta de las no calificables.
Los conocimientos sobre la detección y la identificación de las ecografías habían resultado eficaces, entonces comenzó la tercera parte de la estrategia que consistía en decidir cual de las dos acciones posibles era la más adecuada para la inminente invasión.
La primera de ellas era divertida, aunque para llevarla a cabo era necesaria una excelente preparación física y un grado elevado de rapidez, habilidad y flexibilidad. La táctica consistía en esquivar mediante volteretas, cabriolas y piruetas, de tal manera que las ondas que recorrían en útero para captar imágenes en su interior rebotaran si encontrar su presa.
La segunda era mucho más fácil y menos agotadora en su ejecución, ante la mínima sospecha de ecografía tenía que dar media vuelta. Ese ligero movimiento conseguía ocultar lo que todos querían ver, y sólo dejaba a la vista la parte posterior del cuerpo, desde la nuca hasta los pies pasando por dónde la espalda pierde su casto nombre.
Valoré las dos opciones y en medio de aquella diatriba recordé un detalle que no había tenido en cuenta ni en La Escuela de Fetos ni hasta ese mismo momento. Mis papas llevaban varías semanas llamándome Piolín. Todo empezó en la intimidad del hogar pero poco a poco ese apelativo fue saliendo a colación todas y cada una de las veces que se referían a mí, con independencia de donde y con quien hablasen.
La verdad, no me gustan lo apodos, tal vez por eso siempre nombro al resto de los mortales usando su nombre o algunos de sus dos apellidos. ¿Piolín era un apodo? Tal vez era un buen nombre para un canario pero para un feto sonaba fatal como nombre y como apodo.
Aquella variable nominativa era suficientemente importante como para acabar con cualquier maximalismo práctico, moral o filosófico, así que encontré la solución mucho más rápido de lo que supuse: Mandé al carajo la privacidad, la intimidad y el secreto de la identidad sexual, extendí las piernas, coloqué las manos tras la nuca y mostré orgulloso — al mundo, al médico y a mis padres — el atributo asignado para el género masculino.
Algunos de mis compañeros de estudios tal vez califiquen ese gesto como una traición. Yo no lo siento así. Creo que mi caso fue una emergencia no considerada por los teóricos, y revelar mi identidad sexual fue la única posibilidad de la que disponía para concienciar a mis padres en el uso de un nombre acorde a mi condición de feto, y así por fin, dejen de llamarme como a ese pajarito amarillo que sale por la televisión.

08 agosto 2007

La última actuación

Para Cleo, sus besos al viento y mi Reina del Nilo

La tormenta de verano engarzó collares de gotas durante el segundo acto de la última representación de “Cabaret Caribeño”. El viento racheado deshilachó las joyas sobre el tejado del gimnasio del Instituto de Ateca transformado en sala de teatro.
El viejo Robinsón apostó tanto por aquel alocado musical que no tuvo ni un segundo para pensar en su nula capacidad para cantar. Intentó suplir las carencias vocales con la voluntad del lateral derecho y el empeño tozudo de los naturales de su tierra. Pero aquellos recursos que habían sido válidos en ámbitos deportivos y personales, se revelaron inútiles en el terreno artístico. Los ensayos no mejoraron su condición para el canto, y lo que era evidente para todo el mundo, pasó inadvertido para el viejo Robinsón.
La función tuvo una repercusión menor entre los críticos pero el éxito de público fue tan rotundo que la taquilla reventaba en cada función, desde el día del estreno en el Teatro de la Estación hasta todos y cada uno de los bolos por el circuito de provincias, incluso se habló sobre la posibilidad de levantar el telón en algún teatro de Madrid, pero el rumor pasó pronto al cajón del olvido y el primer sábado del mes del julio se terminó la tournée.
Sucedió de repente, de una manera intuitiva, sin premeditación, sin más ni más. El viejo Robinsón atendió a su voz por primera, fue durante la canción que abría la obra. No reconoció aquel sonido extraño y tal vez por eso lo estudió con interés, era una especie de graznido avícola pero la investigación concluyó por asignarlo en el apartado del croar desaforado de una rana, y el actor enmudeció. Resultó extraño embarrarse en el silencio y aprovechó para escuchar las voces de sus compañeros. El ritmo se consolidaba en cada verso, la melodía inundaba el recinto y las canciones ganaban en empaque, garbo y entonación. Fue entonces cuando tocó fondo y se hundió en el aciago charco del ridículo. En esas penosas condiciones transcurrió el primer acto, de suplicio en suplicio hasta que el descanso vino en su ayuda.
Estuvo a punto de huir, de abandonar, de tirar la toalla, de mandar al carajo sus secretas pretensiones de cantante melódico con esmoquin blanco, pajarita negra y un piano de cola en un hotel de Malibú. El instinto escénico de tantos años de profesión fue el que impidió la fuga y lo empujó a seguir «Tal vez toda la culpa sea del personaje», se dijo en un último intento por elevar su maltrecha moral. Se cambió de vestuario a la carrera, abandonó al abuelo en silla de ruedas del primer acto y adoptó al marinero con pluma del segundo y último.
El esfuerzo para saltar a las tablas y darlo todo fue considerable, su intención era la de entregarse al máximo, exprimir todos y cada uno de sus recursos interpretativos. Sin embargo, el dúo con el que comenzaba el segundo acto fue un cúmulo de notas desafinadas y ya no dio una a derechas, sobreactuó los manidos gestos del bucanero mariquita, hilvanó a duras penas las líneas de los diálogos, guardó un elocuente silencio en el resto de los números musicales y se arrastró por el escenario hasta llegar al final de la obra a trancas y barrancas. Sintió su presencia sobre el escenario como un estorbo, como un obstáculo a derribar, el entibo estúpido que no dejaba fluir las excelencias artísticas del resto del elenco. Fueron los peores minutos de su vida. La responsabilidad de construir de mala manera su personaje lo persiguió hasta minar los últimos gramos de una dignidad que se le escapaba a jirones. Aquella deleznable interpretación también afectaba a sus compañeros de reparto, por cuanto bajaba la calidad de un musical brillante, ameno y divertido.
Huyó de los aplausos, escapó de las felicitaciones, buscó bajo la ducha fría alguna justificación para disminuir tanta vergüenza sedimentada en las venas del pundonor. No lo consiguió y abandonó el edificio con la piel todavía húmeda para penetrar en la fresca oscuridad que la tormenta había regalado a la noche.
El viejo Robinsón se deslizó bajo la penumbra, sintió la ligera satisfacción del que huye y no necesita ni luces, ni focos. La alegría duró poco tiempo. El alumbrado público, desconectado por alguna derivación a tierra, brilló por su ausencia hasta que el viento descorrió la cortina de nubes que cerraba el cielo y la luz de la luna, agradecida por la liberación, descendió hasta reflejarse en los bucles del río. Los amperios sintieron envidia por la competencia selenita y regresaron para dar vida a las farolas. El derroche de iluminación sobre el cauce facilitó la vuelta al ritual que había quedado interrumpido durante la tormenta. Doscientos batracios iniciaron El Cántico Ancestral de las Ranas del Manubles.
El viejo Robinsón intentó concentrarse obviando la coral, ordenar los datos, evaluar la situación y encontrar una explicación que sustentase la decisión que le daba vueltas a la cabeza: Ya era hora de abandonar el mundo del teatro. Pero tan apocado estaba en su culpa que, cuando el prodigio musical elevó la intensidad del sonido hasta la copa de loa árboles — como si la fotosíntesis fuera capaz de amplificar aquella sinfonía, — la impotencia lo sobresaltó entre gritos.
— ¡Me cago en las ranas de los cojones!
— Nosotras no tenemos la culpa de tus pesares, sólo cumplimos con nuestro destino. Un destino al que tal vez has sido llamado.
El viejo Robinsón miró a la rana asombrado por el espectacular salto que la había llevado desde el cauce del río hasta la calzada, librar más de cinco metros de altura no era una tarea fácil, ni siquiera para un batracio. Pensó en esas historias sobre ranas ascendidas a los cielos mediante la evaporación del líquido elemento, elegidas para viajar miles de kilómetros a bordo de nubes esponjosas hasta que se acaba el billete, entonces reciben una patada en el culo, regresan a tierra en forma de lluvia y cierran el ciclo del agua como dicta la madre naturaleza.
— Las ranas del Manubles croamos para salvar a la Reina del Nilo, ella es nuestra última esperanza.
— Pues no hay muchas Reinas por aquí, además, ¿no son las Princesas de los cuentos las que besan a las ranas?
— Pensé que un tipo como tú no caería en el más burdo de los tópicos.
La rana dio un pequeño saltito, se situó frente al río y tensó los músculos para regresar por donde había venido.
— ¡Espera! — Gritó el viejo Robinsón. — No quería molestarte.
La rana relajó los tendones de las ancas traseras, humedeció los labios con un par de lengüetazas y miró fijamente a los ojos de su interlocutor.
— ¿Te gustaría conocer a la Reina del Nilo?
El viejo Robinsón guardó silencio.
— La Reina del Nilo es la criatura más maravillosa que jamás hayas imaginado. No dudaras cuando estés ante su presencia. Pero además hay algo que la distingue del resto de los mortales.
— ¿…?
— La Reina del Nilo vive cautiva bajo un hechizo, condenada a pasar todos y cada uno de los días de su vida acostada en una hamaca blanquiazul, mecida por la brisa y castigada a vivir sin sombra. La Reina del Nilo recobrará la libertad y su sombra gracias a la intervención de un hombre.
— ¿Un hombre puede salvarla? — Preguntó el viejo Robinsón.
— Su salvación sólo es posible si viene de la mano de un hombre. Un hombre que la libere, que deshaga el hechizo, que consiga unir cuerpo y sombra para de ese modo, juntos de nuevo, recorrer todos los confines del Reino.
— ¿Qué Reino?
— Hmmm, querido amigo, ¿qué sería de una Reina sin su Reino? La Reina del Nilo es la dueña y señora del Reino de las Ranas. Un Reino sin fronteras porque allí dónde vive una rana hay un pedacito del él. Un Reino dónde algún día todas las ranas seremos felices.
— ¿Y cual es la manera de deshacer el hechizo?
— Sólo hay una forma de acabar con él. — La voz de la rana adquirió el tono grave de las grandes ocasiones. — El Libro Sagrado de las Profecías contiene la única fórmula valida para rescatar a la Reina del Nilo: Un hombre llegará hasta su presencia, lanzará un beso al viento y esperará junto a su Majestad hasta la tercera luna llena. Esa noche y sólo esa noche, el hombre que lanzó el beso al viento, el mismo que esperó tres lunas llenas, él y sólo él, croará el Cántico Ancestral de las Ranas del Río Manubles hasta que la Reina del Nilo recupere de un salto su sombra y la libertad.
— ¡Yo puedo croar como una rana! ¡Llevo meses haciéndolo!
— Nadie conoce la ruta que lleva hasta ella.
El viejo Robinsón sonrió ante la extraña puerta que le abría el destino «Me dejaré llevar por el corazón » dijo, y se fue cantando entre dientes en “memoria de un actor cuyo nombre se ha perdido y que hacía de bandido”

Segunda Parte: Las ranas del Manubles

04 agosto 2007

Y Manuel Vilas de vacaciones

El otro día conecté la radio con los segundos suficientes de retraso como para no saber de que iba el programa. Me extrañaron aquellos sonidos repetitivos en clave electrónica. Comprobé la frecuencia, era correcta. Intenté recordar si dentro del plan de revitalización del ente Radio Televisión Española se incluía la venta de sus emisoras a algún holding oriental de la industria del herbolario, el hidromasaje y la fuerza espiritual del chancra. Pero no, no recordé ninguna de esas medidas económico-curativas.
Hice zaping sin mucha convicción y regresé a mi frecuencia favorita cargado de culpa por aquella breve pero intensa traición, además estaba intrigado, ¿mi locutor favorito se habría tomado algún alucinógeno prohibido para protestar por la reestructuración de la parrilla y yo me lo estaba perdiendo?
Allí estaba su voz, era la voz de siempre, un poco alterada, con esa alteración festiva de los grandes momentos discográficos. Explicó que el disco Hudson River Wind Meditations había sido compuesto por Lou Reed para practicar Tai Chi, como acompañamiento al trabajo corporal necesario para la meditación.
La verdad es que yo no estaba para meditaciones a esas horas de la tarde y con cerca de cuarenta grados en el Barrio de Las Fuentes. No fue una decisión meditada, ni influenciada por el nuevo Velvet Ambient-ground que aún flotaba en el seno del hogar, el caso es que navegué por el You Tube hasta encontrarme con el bestial lado más salvaje de la vida de la mano de Albert Plá, Tino di Giraldo, Carles Benavent, Quimi Portet y Jorge Pardo.
Y Manuel Vilas de vacaciones, pensé.

Javier López Simpsonizado

Siguiendo los consejos de Javier Torres yo también me he Simpsonizado

03 agosto 2007

TUYYO (sobre un poema de Octavio Gómez Milián)

El volumen de la habitación fue modificado por su desnudez, caminó descalza y en puntillas, el aroma de su cuerpo se posó sobre mis párpados cerrados y la oscuridad formó auroras boreales. Estuve esperando el beso entre el tobillo o el lóbulo de la oreja, sin embargo, el primer contacto fue el de su pezón. Me acarició el torso hasta depositar aquella uva madura en la ansiedad de mis labios. Centímetros de felicidad. Decidí seguir en la penumbra de los ojos cerrados porque me asaltó la duda de encontrarme inmerso en un poema de Octavio Gómez Milián:

02 agosto 2007

Hoy, Júpiter

El reclamo para asistir a la presentación de la última novela de Luis Landero en la FNAC de la Plaza de España fue de muy padre y señor mío. Además de la recomendación del poeta Ángel Gracia, se añadía la presencia siempre magistral de Ramón Acín en labores de maestro de ceremonias.
El evento fue de altos vuelos. Ramón Acín diseccionó el libro con la eficacia de un buen maestro, evocó todas las ambientaciones, mostró el croquis de la estructura, penetró en el alma de los personajes y desgranó con brillantez todas las excelencias de esta obra con la profesionalidad del que ha sido escritor antes que crítico, con el malabarismo hipnótico de mostrar muchas cosas sin desvelar casi nada, una técnica excelente para atraer al lector hacia la novela.
Luis Landero agradeció a Ramón Acín el vendaval de elogios que había enumerado en torno a la consistencia de su obra en general y al de esta novela en particular. El extremeño comenzó su disertación con algo que me parecieron balbuceos, pero no tarde mucho en darme cuenta de lo equivocado de mi apreciación, lo que interpreté como dudas o extravíos, eran en realidad una manera peculiar, personal e intransferible de comunicar pasión, no sólo por la literatura, también por la vida y por cada segundo que tenemos la obligación de aprovechar. Un estilo casi teatral de decir sin decir, del si pero no, y en ese vaivén casi de Dj, trazos, brillos y anécdotas de una riqueza deslumbrante, comienzos que no terminan y dar por sentado los lugares comunes, con la automática satisfacción del oyente que se siente halagado por no tener que volver a escuchar lo obvio, lo manido. Y conforme avanzaba aquella marea de sabiduría vital e intelectual, sentía la necesidad de pasar con aquel tipo todas las horas necesarias para escuchar las mil y una historias que contó y todas las que se intuían. Las maneras, las formas y el contenido de lo expresado por Luis Landero aquella tarde me convirtieron en uno de sus fieles lectores incluso antes de haber leído alguna de sus obras, porque lo confieso con resignación, hasta el día de hoy no había disfrutado de la brillantez de este autor.
Lo primero que me gustó de la novela fue su estructura, dos historias sin ningún nexo de unión y un capítulo para cada una de ellas. Esa distancia argumental me hizo permanecer en alerta. La intuición me decía que en cualquier párrafo se produciría la conjunción de ambas historias.
La preocupación por el armazón narrativo quedó muy pronto en el olvido ante la fluidez del lenguaje, una abrumadora capacidad para narrar con frescura y fidelidad todos y cada uno de los ambientes por los que transcurre la novela, desde la tranquilidad en las estampas evocadoras, pasando por la velocidad de crucero en el desarrollo central de las historias hasta llegar al vértigo cuando las acciones se ven abocadas a un inminente final que se remansa en una deliciosa pendiente. Un viaje que recorre la vida de dos hombres entre el campo y la ciudad, el gozo inocente de la infancia y el complejo territorio de la madurez, el apasionante mundo de la literatura y la pasión por vida, la tristeza del desheredado y el gozo de los triunfadores, pero por encima de todo, este libro es un tratado sobre la mujer, ese ser mitológico, adorable e insustituible que ocupa un lugar determinante en todas y cada una de las fases de la vida de los hombres.