La curvatura de la córnea

20 octubre 2010

Interminable silencio

Miré los datos de la cita tatuados en mi piel, entonces aún no sabía que hasta hoy no volvería a lavarme aquel antebrazo, que aquellos números marcarían cada segundo de mi vida como el día y la hora de mi nacimiento. Faltaban treinta minutos cuando me senté en las murallas romanas. La esperaba ronroneando como los gatos a los que cada tarde daba de comer. El bocadillo de chorizo pamplonica fue el gran descubrimiento de mi padre. Hizo furor en el barrio. Los niños se lo merendaban acompañado de Nocilla, se instaló en el almuerzo de los obreros y hasta llegó a la mesa del vino español en honor a la Virgen. Mi padre me instruía cada día para que apurara los culos de las piezas. Las mujeres se quejaran, decía, pero entonces es cuando tienes que sacar el salero hijo mió que eres un sieso, y entonces me daba una colleja. De tanto apurar la mercancía un día me corte la yema del dedo gordo. Eso te pasa porque no estás en lo que celebras. Dos semanas después regresé a la máquina de cortar embutidos y empecé a guardar los culos de las piezas del chorizo pamplonica. Me gustaba dar de comer a los gatos, vecinos libres, nómadas orgullosos, callejeros de luna que no aceptaban la gatera miserable que los condenaba a la sombra. Al poco tiempo comprobé que a los mininos también les gustaba la mortadela con olivas, el jamón york y el lomo embuchado. El primer día que llevé unas lonchitas variadas de embutidos ibéricos fue una fiesta. La dieta gatuna era un dispendio para la contabilidad de la tienda y ese desfalco me mantenía en la senda de la felicidad.
El vaivén de su cuerpo agitó las palomas de la Plaza del Pilar, un baile al que se unieron jueces, rateros y parejas modernas camino de los juzgados para casarse por lo criminal. Casarse era un delito que nosotros nunca cometeríamos. Entonces no sabía que los juzgados tenían el color sepia del mandil que me tenía preso, la misma luz mortecina del cuarto dónde cada día enmascaraba las cuentas. Robarle a mi familia no era algo que me enorgulleciera, al principio sufrí accesos físicos de asco, pero poco a poco llegue al convencimiento de lo acertado de mi acción. Aquellos pocos cientos redondeaban mi salario hasta dejarlo en el terreno de lo justo.
Te voy a enseñar nuestro futuro. Esa fue la llave que abrió su curiosidad. Todavía no le había dicho lo del puesto en el Mercado Central. Una verdulería muy bien situada y con clientela de toda la vida. El lugar ideal para una pareja joven con instinto de tenderos. Nunca me lo dijo pero yo sabía que estaba harta de vender botones a media jornada en la mercería La Jotera. Al principio le gustó la idea de trabajar en la calle Alfonso, pero con el tiempo acabó harta de las señoronas de rosario, cotilleo y mala leche que pasaban horas eligiendo entre un botón de nácar y una presilla de metal. A las disputas diarias con mi padre se unió el morro de mis hermanos. El mediano no daba un palo al agua con la engañifa de los estudios de Derecho. Iba por ahí contando que quería ser el notario más joven de España, y a mi padre se le caía la baba. El pequeño era la estrella de la casa. Con entrenar un par de horas al día y pegarle cuatro patadas al balón ya tenía bastante. Al juvenil con mayor protección de la cantera local se lo folló la hija de la portera y si te he visto no me acuerdo. Ahora va con un silbato desordenando el tráfico.
Estaba cansado. Mi padre aún vivía del sueño pamplonica y no me dejaba aplicar nuevas ideas a la tienda de comestibles. Pero todo eso iba a cambiar. El puesto del Mercado era el primer paso de un gran proyecto que pivotaba sobre tres pilares: Primar la calidad del producto de temporada, mimar al cliente con capacidad económica para elegir lo mejor y estrechar lazos entre productores y consumidores.
Su sonrisa, aún lejana, me sacó del cuento de la lechera. Ella siempre lo escuchó. Nunca dijo nada, si acaso que la dueña de La Jotera se iba a enfadar mucho si dejaba una tienda tan fina para vender coliflores en el mercado. Levantó el brazo para saludarme. Fue un gesto breve, mucho más breve de lo habitual. Un autobús se interpuso entre nosotros. Era verde. En el hospital leí que el conductor tenía cuarenta y siete años, se llamaba Ángel José Ramos Saavedra, que era gallego de La Coruña, estaba casado y tenía dos hijos. El pulsador cerró el circuito eléctrico. Los amperios no saben nada de moral. Ellos se limitan a circular entre dos puntos con diferente tensión, como esas ideas que necesitan transitar entre las verdades aniónicas de una creencia y el cátodo imaginario del opresor. El estruendo sordo y contundente elevó al cielo cientos de palomas. La torre de San Juan de los Panetes tembló. La onda expansiva del silencio arrasó toda la ciudad. Entonces aún no sabía que jamás volvería a pisar la Plaza de Cesar Augusta. Cincuenta kilos de tuercas y tornillos describieron parábolas de muerte. Hasta mis pies llegó una placa con forma de rombo. Academia General Militar. Mi silencio ha estado acompañado durante todo este tiempo por un miedo que pensé interminable.

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4 Comments:

At 20 octubre, 2010 20:35, Blogger laMima said...

Jopetas...me has dejado temblando.
Que chulo y que jodidamente amargo.

 
At 21 octubre, 2010 09:20, Blogger Javier López Clemente said...

Hola Inma

Nada hay más gratificante, saber que mis palabras provocan reaciones físicas, ay, me hace feliz.

Salu2 Córneos.

 
At 22 octubre, 2010 12:55, Blogger JESUS FIDELIS said...

Magnífico relato, efectivamente has provocado diferentes sensaciones a los que te hemos leído.
Muy bueno.

 
At 26 octubre, 2010 14:23, Blogger Javier López Clemente said...

HOla Jesús y bienvenido a esta bitácora

Gracias por el comentario. Provocar sensacione es, supongo ;-) la función de un texto.

Salu2 Córneos.

 

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