La curvatura de la córnea

17 mayo 2011

¿Qué hay hoy para comer?


Judías, arroz, lentejas, garbanzos, macarrones, sopa de letras y escamas de amor. Elegí trazos góticos y etiqueté los nuevos tarros de la cocina. Pasé varías horas a la búsqueda y captura de la receta que inauguraría mi condición de cocinero. Como pasaban las horas y no me decidía, la escogí al azar: Sopa de letras al aroma del palíndromo. Vertí medio litro de caldo en Tetra Brick de camisón blanco, lo calenté hasta el punto de ebullición y añadí las letras del palíndromo: La ruta nos aportó otro paso natural. Esperé cuatro minutos, rectifiqué de sal y puse una escama de amor. Mi cielocariñotesoromiamor degustó la sopa y la puntuó con un notable. Eso me animó, así que para el segundo día, crecido por el éxito, orillé el recetario y me atreví con un menú de autor. De primero, judías enamoradas con pasión de arroz y lentejuelas. De segundo, mordisquitos de garbanzos con abrazo de macarrón. De postre, aroma de Roma y amor. La comida fue tan apoteósica que la sobremesa terminó en la cama. Se había producido el milagro de encontrar en la gastronomía un campo de expresión. Fueron semanas de gloria en las que experimenté con recetas tan sugerentes como papilote de besos picantes, caricias crujientes de rizos azucarados o compota húmeda de lenguas y labios. Después sucedió lo inesperado. Recuerdo que era jueves porque preparaba un cocido de amantes sobre lecho de berenjenas. Me pareció una buena idea cambiar el tradicional aderezo de una hoja de laurel por unos versos cortados en juliana. Hacía unos días que había rasgado una cuarteta de Neruda: “Cuerpo de mujer, blancas colinas, muslos blancos, / te pareces al mundo en tu actitud de entrega. Mi cuerpo de labriego salvaje te socava / y hace saltar el hijo del fondo de la tierra.” Cogí el tarro de los recuerdos y, al intentar abrir la tapa, se me escapó de las manos, se estrelló contra el suelo de la cocina y se hizo añicos. Recogí los destrozos con escoba y badil: Besos de macadamia, sonrisas de cacao, palabras de chocolate, volteretas de vainilla y cien sonetos de uva recolectados al sol. Dudé que hacer con ellos. No quería tirarlos al cubo de la basura orgánica, ni depositarlos en la bolsa de plástico o en el contenedor del vidrio o el papel. No quería deshacerme de ellos como quien tira la piel de un plátano o una lata de atún. Entonces abrí la ventana de la cocina y los dejé al abrigo del cierzo que se los llevó por la ribera. La ventolera azotó mi mente y provocó un tornado que me inspiró un nuevo plato: Empanadas de tramontana sobre sofrito de huracán y salsa de vendaval. El emplatado fue soplo y brisa ligera hasta que ella degustó el primer bocado. Lo que más me dolió fue el silencio. Hubiera preferido una brocheta de insultos en lugar de aquella grasa silenciosa con la que cubrió el primer paso de nuestra separación.

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