La curvatura de la córnea

23 agosto 2016

Un yanqui en la corte del Rey Arturo nos invita a reflexionar sobre nuestro tiempo

En cualquier reseña biográfica de Mark Twain (1835-1910) podrás leer que trabajó como tipógrafo, en un barco a vapor del Mississippi, fue minero y periodista, viajó por Europa dando conferencias, creó su propia editorial y obtuvo gran fama y reconocimiento como narrador de los temas cotidianos de la sociedad estadounidense y, aunque no hayas leído ni uno de sus libros, tú también has accedido accedido a su literatura gracias personajes universales como Tom Sawyer o Huckleberry Finn.
Twain ejemplifica muy bien las contradicciones del hombre occidental del siglo XIX que abrazaba los grandes descubrimientos tecnológicos de esa época, a la vez que mostraba escepticismo sobre las consecuencias que causaba el progreso.
Un yanqui en la corte del Rey Arturo se publicó en 1889 cuando el prestigio literario de su autor estaba fuera de discusión. Nos encontramos ante un particular relato de viajes porque la invitación es a viajar en el tiempo, un trayecto que nos llevará desde finales del siglo XIX hasta el mito literario del Rey Arturo del siglo VI cuando la Edad Media sustituye al sueño del Imperio Romano. Con este punto de partida uno se teme lo peor y, aunque Twain advierte en el prefacio que en el libro no queda resuelta la cuestión sobre el poder divino de los reyes, mi sensación como lector se precipita sobre lo que presiento: una novela como herramienta de comparación entre el siglo XIX y la mitificada corte del Rey Arturo como un símbolo del poder legítimo, un lugar idílico de igualdad, justicia y paz donde el rey y sus caballeros se reúnen en torno a una Mesa Redonda.
El viajero en el tiempo casi siempre se enfrenta a un dilema fundamental ¿Debería modificar con mi actuación la secuencia histórica conocida o debería influir en los acontecimientos para que el futuro sea mucho mejor de lo ya conocido? Es una apetitosa tentación que nuestro protagonista del siglo XIX resuelve sin problemas: “Me haría el amo de todo aquel país antes de tres meses, porque yo estaba convencido de que llevaba ventaja de más de mil trescientos años al hombre más culto de todo el reino.”
Una imagen que nuestro viajero en el tiempo va a destrozar mediante la comparación de dos épocas, la medieval y la contemporánea, que distan tanto como la frontera que se rompió con las revoluciones burguesas encargadas de finiquitar el antiguo régimen aristocrático. Así, el inicio de mi lectura se vio influenciado por el supuesto interés de Twain en establecer ese marco comparativo que, tal vez funcionase desde el punto de vista narrativo, pero que sin lugar a dudas era un traición a una lectura histórica de los hechos, porque la prepotencia del viajero y la utilización de sus conocimientos astronómicos, industriales o manufactureros con capacidad para implementar en la narración elementos como la publicidad o la prensa, plantean la confrontación sin sentido de dos épocas históricas. Nos encontramos ante una práctica que, como nos recuerda Raymond Carr, era muy denostada por los historiadores del siglo XIX: Aplicar la propia conciencia a los hechos, unos acontecimientos que no dejan de ser impresiones que inciden en el observador desde fuera. El yanqui de nuestra novela, por mucho que se encuentre en pleno siglo VI, tan solo es un observador atado a su propia experiencia personal de pertenecer al siglo XIX, por lo tanto no debería someter a juicios morales conductas en las que no puede estar inserto. Los acontecimientos solo nos hablan cuando el historiador, el novelista o el viajero los apela para decidir cuáles serán la espina dorsal de la historia, del relato o de la aventura, esa capacidad de selección es básica para establecer las coordenadas de lo que se quiere contar, pero a la vez cercena la idea de ejercer una posición moralmente superior a los hechos a los que nos enfrentamos.
Les confesaré que esta certidumbre me tenía bastante enfadado con Mark Twain hasta que llegué a la página 307 de mi novela y de repente comprendí quemi lectura estaba profundamente equivocada.
Morgan y el rey Arturo salen a recorrer el reino disfrazados como gente del pueblo, son detenidos y vendidos como esclavos. Los dos hombres protestan pero, ante la invitación de los traficantes, se comprueba la dificultad de demostrar alguna diferencia entre un rey y un vagabundo. Es una invitación para reconocer que todos los hombres somos iguales, una afirmación que no era tan fácil de entender en los Estados Unidos de 1899 que, aunque había declarado ilegal la esclavitud en 1865, todavía viviría muy profundamente la segregación racial hasta bien entrado el siglo XX. Esto nos lleva hasta una lectura contemporánea de la novela de Twain, de manera que el siglo VI hace las veces de feudalismo sureño norteamericano, y el yanqui Morgan representa los ideales demócratas del norte. Frente a la antigua espiritualidad medieval instalada en pleno siglo XIX se busca ensalzar al nuevo hombre como epicentro de una historia embriagada por el desarrollo tecnológico, económico y científico de una era en la que brilla la electricidad, el alumbrado público, el telégrafo, los primeros automóviles, el cinematógrafo y el inicio de la aviación. El hombre occidental del siglo XIX tiene una fe ciega en el futuro porque se ha convencido de su capacidad para dominar el progreso.
Y los deseos de Twain de finales del siglo XIX tal vez sean un buen motivo para reflexionar sobre esas nuevas formas de esclavitud que, como nos recuerda Luís Almagro, “es un crimen silencioso, de difícil identificación y constituye una triste y desafiante realidad de siglo XXI. El 30 de julio es la fecha elegida por las Naciones Unidas para recordarnos la precariedad moral en la que nos movemos con un costo inestimable: la dignidad humana. Este crimen hace que hombres, mujeres y niños, muchas veces motivados por sus sueños y por la expectativa de mejorar sus condiciones de vida, sean sometidos a situaciones de explotación de todo tipo, similares a la esclavitud. Según cifras de la Organización Internacional del Trabajo más de 20 millones de personas se ven obligadas a realizar trabajos forzados (incluyendo la explotación sexual)”
El relato de Twain ha dejado los iniciales optimismos y poco a poco el relato rebaja tanta alegría con la inesperada muerte del Rey Arturo lo que permite a Morgan la posibilidad de ascender al poder, eliminar la monarquía e instaurar la república y así, poner de nuevo permitir que la era contemporánea tomo el pulso de los acontecimientos gracias al hombre nuevo y su nuevo gobierno, sin embargo el relato asume con espeluznante naturalidad que el poder ilimitado es ideal cuando se halla en manos seguras, en las manos de nuestro yanqui en la corte. De esta manera la superioridad moral y democrática del hombre contemporáneo deja paso al mesianismo personal de quien se cree mejor que sus conciudadanos, en lo que se me antoja, si me permiten el atrevimiento, una alerta hacía las dictaduras personales que están a punto de llegar a Europa durante el primer tercio del siglo XX, tan marcadas por el canto a la personalidad del líder.
Sin embargo para terminar esta nota, y con la intención de elevar la moral a un improbable lector, voy a tomar una cita de la novela como reflejo de cómo a finales del siglo XIX se tenía una gran esperanza en los sistemas liberales y democráticos que habían desbancado al Antiguo Régimen:
“En todas las edades y en todas las naciones , las inteligencias señeras han brotado en copiosa muchedumbre de la masa de la nación, y sólo de la masa de la nación, no de sus clases privilegiada; por eso, sea cual sea el grado intelectual de la nación, lo mismo si es alto que si es bajo, el gran volumen de su capacidad ha estado entre las numerosas filas de sus gentes pobres y sin apellido, y por esa razón jamás dejó de tener material en abundancia para gobernarse por sí misma. Con ello afirmamos un hecho demostrado siempre, a saber: que hasta la monarquía mejor gobernada, más libre y más culta, no llega nunca a colocar a la nación en el grado más alto a que podría llegar su pueblo; y eso mismo es exacto aplicado a las varias clases de gobierno de grados inferiores, hasta el más bajo de ellos”
Una buena excusa para que reflexionemos sobre si los sistemas representativos, la educación y toda la estructura del Estado de la que nos hemos dotado permiten que los mejores hombres y mujeres de cualquier extracción social puedan alcanzar el liderato orgulloso y decidido de la nación.


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13 agosto 2016

Para Isabel González, mi suegra a la que tanto quería





Mamá, ahora eres silenciosa como la ropa

del que no está con nosotros.

Te miro el borde blanco de los párpados

y no puedo pensar.

(Antonio Gamoneda)



Isabel González se levantó de la cama el 9 de agosto del 2016 sin saber que aquel día se iba a morir, se dio un paseo mañanero con sus dos vecinas de toda la vida, a media mañana preparó las croquetas de carne de cocido que le había prometido a su sobrina y por la tarde, después de trastear el mando a distancia de la televisión hasta encontrar una novela que le permitiría despuntar una siesta, metió en una bolsa la toalla, el gorro de baño, las gafas para nadar y se fue a las piscinas municipales de Utrillas.
Isabel regresó al fresco de la casa familiar de Utrillas cuando el calor de la ribera se instaló en el barrio zaragozano de Las Fuentes. El verano en el pueblo se presentaba tan optimista como el reciente lavado de cara que había dejado la casa familiar con paredes, ventanas y mobiliario a estrenar. A Isabel se le sentía contenta con aquellas novedades que a todo el vecindario explicaba con ese acento hibrido de quien ha nacido en la calidez del Sur pero ha hecho su vida entre Utrillas y Zaragoza.


Isabel nació en Las Navas de la Concepción y desde niña trabajó en una  finca al cuidado de los animales y al capricho de la tierra hasta que su buena disposición con el trabajo la llevó a servir en la casa sevillana de los señoritos y desde allí, andando los años, siguió los pasos de un campesino convertido en minero.
La aventura para encontrar una vida mejor llevó a Isabel y Bartolomé hasta las entrañas de Utrillas donde arañar lignito permitió sacar adelante una familia entre la calle La Fuente y las Casas Nuevas. Una experiencia vital que compartieron con otras muchas familias en busca de sus mismos objetivos. Hombres, mujeres y niños que fertilizaron la aridez turolense con aroma sevillano de albahaca y limonero mientras un fandango minero de Huelva hablaba de carbón, sudor y cabras.
Aunque fueron tiempos de duro esfuerzo y trabajo a Isabel le gustaba pasearse en sus zapatos blancos de tacón acompañada por sus tres niñas. El primer día de la primavera de 1970 bajó por la carretera hasta llegar a la plaza donde compró un retal estampado de flores del que sacó tres vestidos diferentes, uno para cada una de de sus hijas a las que llevó de punta en blanco hasta los Jardines Florida para que el retratista inmortalizara en color sepia a las tres perlas de sus ojos, y como diría Isabel, “Después llegaron los tres varones”


Isabel aprendió a nadar cuanto tenía setenta años. El médico se lo recomendó para mejorar el dolor en las articulaciones y ella, que tenía pavor al agua más allá del aseo, recibió clases de natación con la algarabía de quien descubre un mundo nuevo, un mundo que explicaba y compartía con sus familiares a los que una y otra vez les hacía demostraciones de cómo hacer la medusa, nadar de espaldas o realizar diversos movimientos de aquagym. Aquella pasión por el agua contagió a toda la familia y era habitual ver a las tres generaciones de abuela, hijos y nietos disfrutando entre juegos y risas de unas gozosas jornadas acuáticas.


El día que Isabel parió al último de sus hijos varones toda la chiquillería de las Casas Nuevas andaba de vacaciones escolares porque el mandamás del país había pasado a mejor muerte. Así que el chascarrillo del alumbramiento los tenía revoloteando por la casa de la parturienta hasta una voz con acento de Alosno puso el grito en el cielo para dar el aviso: Una cigüeña está sobrevolando nuestras cabezas y hay que alejarse de la casa para que pueda depositar al niño en el regazo de su madre. Aunque la chiquillería se alejó, todo el mundo pudo ver como una cigüeña blanca dejó una canastilla en el patio trasero de la casa, junto a la ventana donde esperaba Isabel.
El 9 de agosto del 2016 Isabel regó por última vez el rosal blanco que plantó en el lugar que nació su niño pequeño. A Isabel le gustaba meterse en la piscina por la zona de menos profundidad para avanzar de a poquitos hasta donde el fondo del agua se hace oscuro y abisal, pero ella, a la que tanto le gustaba nadar de espaldas, cerró los párpados para ver las caras sonrientes de sus tres nietos y sus cuatro nietas, y así, nadando en dirección oeste como queriendo imitar el tránsito del sol, el corazón de Isabel decidió pararse y dejarnos sin la luz de una de esas grandes mujeres que dedican su vida a entregarla a los demás.
 





07 agosto 2016

En la piscina con Krugman y la alquimia económica


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Hubo un tiempo en el que leía las columnas que Paul Krugman publicaba en el papel salmón del diario El País, lo hacía con el ánimo de entender ese mundo fastuosamente económico de la globalización, pero no estoy seguro de haberlo conseguido, en cualquier caso, y, atendiendo a una de las máximas del profesor de Princenton cuando recuerda que, “en estos tiempos de redes sociales hay que tener en cuenta la fragilidad de nuestra comprensión del mundo y lo peligroso que es actuar como si supiéramos más de lo que sabemos” me zambullo en sus palabras en busca, de nuevo, de comprender los mecanismos de una economía que, ¿quién sabe?, tal vez precise los consejos de un psicólogo antes que los de un economista.
La excusa para esta inmersión hay que buscarla en el semanario Ahora del pasado 28 de julio donde, con la traducción de Luisa Bonilla, se reproduce un artículo que Paul Krugman publicó en The New York Review of Books. Un texto que he leído y subrayado al sol de la piscina de mi barrio con la intención de escribir un sucinto resumen. El texto de Krugman se justifica por la inminente publicación del libro “El fin de la alquimia” de Mervyn King, el tipo que dirigió el Banco de Inglaterra durante el decenio que va del 2003 al 2013, es decir, King marcó los pasos de un banco central que, más allá de su envergadura, es un actor principal de la economía desde 1694 gracias a que Londres fue y sigue siendo uno de los grandes centros financieros.
Krugman comienza por afirmar que la versión de King sobre el origen de la actual crisis económica es muy parecida a la suya. Dos décadas de inusual calma económica que relajaron por un lado las prueba de calidad de un sistema cada vez más frágil y que terminó por primar una política que eliminó regulaciones en la liberalización de flujos de capitales internacionales como preámbulo a unos créditos transfronterizos: Dinero asiático para financiar el boom inmobiliario estadounidense, dinero Alemán en dirección al sur de Europa y una desregulación de la actividad bancaria hasta crear un coctel que vulneraba la estabilidad financiera de unos bancos que, si tradicionalmente disponían de un sustancial colchón de activos para hacer frente a una posible pérdida en el terreno de los préstamos, esta vez se habían situado en el peligroso ratio de 25/1 entre deuda y activos, una situación que dejó abierta la puerta al pánico.
Aunque algunos economistas vislumbraron esta avalancha, no terminaron de evaluar correctamente su volumen, entre otras cosas, afirma Krugman, porque no se prestó suficiente atención al “intríngulis del sistema financiero” que usó los depósitos garantizados para la “banca a la sombra” de nuevos productos financieros eludidos por la banca tradicional porque significaba un alto nivel de riesgo. Pensemos, me atrevo a añadir, en la venta de preferentes a los tradicionales ahorradores españoles.
La visión de King con respecto a la crisis en la zona euro que provocó devastadoras recesiones en Irlanda, España, Portugal, Italia y especialmente en Grecia, al mismo tiempo que EE.UU. se recuperaba, se decanta por abandonar una zona euro atrapada en la red de la austeridad. Esta afirmación de King, que hubiera supuesto un terremoto de realizarse mientras era gobernador del Banco de Inglaterra, es la conclusión de aplicar un pensamiento ortodoxo en cuanto a la conveniencia para un país en crisis de disponer de su propia moneda, ese desequilibrio a nivel europeo solo se puede ver compensado por el avance hacia una unión política completa.
En este punto de la reflexión, King siente la necesidad de hacer un repaso histórico en torno a idea de cómo hacer economía. Hay que desplazarse hasta los años setenta y el cisma entre economistas de agua salada (Harvard, Yale, Princenton) y los economistas de agua dulce con la Escuela de Chicago como máximo representante. Mientras los primeros defienden el valioso papel de los gobiernos en la lucha contra las recesiones, los segundos niegan ese papel.
La última crisis global puso de manifiesto el cisma y los que defendían una enérgica acción se declararon orgullosamente keynesianos. Para Krugman la utilización de ese adjetivo no significa atar los conceptos de “equilibrio” y “bueno” porque una economía perfectamente atrapada en el equilibrio presupuestario también puede generar altas tasas de desempleo. Por lo tanto, también encontramos un grupo de economistas que reivindican el adjetivo de keynesiano para aquellas políticas económicas que rechazan el concepto de equilibrio.
Ambas posturas, equilibristas y no tanto, encuentran apoyo teórico en los escritos de Keynes. Los de la segunda opción se fijan en el capítulo 12 de la Teoría General donde se sostiene que ante la imposibilidad de conocer el futuro y dado el grado de incertidumbre que manejamos esencialmente para engañarnos a nosotros mismos, cualquier historia a futuro es poco más que una convención sujeta a revisiones drásticas que están muy alejadas de la idea de equilibrio. Los equilibristas de la primera opción leen los tres primeros capítulos del mismo libro en los que se explica que el razonamiento sobre el equilibrio asume que el gasto tiene una relación estable con los ingresos.
¿Importa cuál de estas posturas es esencialmente keynesiana? Para Krugman lo realmente importante es que representan una determinada forma de pensar. El primer grupo admite asumen que pueden realizarse cambios repentinos en el comportamiento de trabajadores y consumidores, pero deja esa irracionalidad y volatilidad en los márgenes de su visión del mundo. King, sin embargo, se enrola en el segundo grupo y condiciona las decisiones económicas a un ambiente de “radical incertidumbre” Una incertidumbre que la gente lidia mediante el uso de “narraciones” aceptadas que pueden cambiar repentinamente. Así recomienda olvidar la llamada economía de las “cosas” para situarse a favor de la economía de “pasan cosas”
Krugman se sorprende por la posición de King, no por novedosa, sino porque parece alejarse bastante de lo que cabría esperar de alguien que en su vida anterior ha sido un economista ortodoxo. Este cambio aparente parece ser el fruto de la observación de los errores que nos llevaron a la crisis financiera provocada por los precios poco realistas de las viviendas. King atisba en el desplome de la economía como una prueba de “un cambio de narración” en los hogares para juzgar los ingresos futuros, una variación que no se puede explicarse con argumentos objetivos. Sin embargo Krugman advierte que algunos keynesianos si advirtieron esa debilidad.
En este sentido me parece pertinente recordar como durante los quince años anteriores a la crisis se estableció el relato oficial de que el tiempo de los vaivenes económicos había terminado, se hablaba de expansión infinita, de la era de los pelotazos, de los créditos fáciles y de un mundo que invitaba a la adquisición de unos créditos que se pagarían a lo largo de toda la vida, en ese relato interesado quedaron atrapados muchos ciudadanos que, con el estallido de la burbuja inmobiliaria y la revelación de los fondos de baja calidad terminó por cambiar drásticamente el relato que se había instalado en la sociedad, el futuro ya no era tan de color rosa como nos lo habían pintado.
En cualquier caso, este cambio de narración nos lleva al concepto de “alquimia” a la que hace referencia el título del libro de King, de modo que la alquimia sería ese malabarismo mediante el cual los bancos aseguran a los depositantes la libre disposición de unos fondos que, en realidad, se han trasladado a unos créditos y activos que no pueden convertirse en dinero a corto plazo. Un marco financiero que parece tocar a su fin.
King también hace un repaso histórico a las ideas económicas y medita sobre la metodología del uso de la moneda y las prácticas económicas con el objetivo, según Krugman, de poner luz en la “añeja disputa” entre la economía convencional y una alternativa que podríamos llamar radical porque pone en duda la ortodoxia.
En ese sentido y dentro de una economía normal, el banco central debería prestar dinero a los bancos en tiempos de agitación para asegurar que no haya pánico. También debería garantizar los depósitos contra las pérdidas bancarias en caso de malas inversiones, y por último, ejercer una regulación sobre lo que los bancos pueden o no pueden hacer con el dinero de los depositantes. Pero claro, King vuelve a afirmarse en su incertidumbre radical cuando dice que el banco central no puede definir con claridad aspectos relacionados con conceptos del tipo de regulación o inversión apropiada. Al fin y al cabo nadie puede saber cuánto de bien o de mal pueden salir las inversiones efectuadas por un banco. Por lo tanto, King defiende que cualquier préstamo del banco central debería estar ligado a la calidad de los activos del banco peticionario, de manera que una bajada de calidad significara un extra. En cualquier caso, recuerda Krugman, esta propuesta no es muy distinta en lo fundamental al sistema actual.
King lleva sus propuestas hasta el marco de las políticas macroeconómicas con la intención de combatir la debilidad que se está evidenciando tras la fase más aguda de la crisis. Más allá de las referencias demográficas en cuanto al aumento de la esperanza de vida y otros vientos, King afirma que se ha cambiado la narración de unos consumidores que ahora son más pesimistas en cuanto al futuro y, por lo tanto, reducen el gasto.
La visión Keynesiana clásica que se apoya en el equilibrio, aconseja, en palabras de Krugman, que se aliente la demanda mediante unos tipos de interés bajos que el gobierno debería aprovechar para endeudarse y gastar en infraestructuras. Evidentemente King no está de acuerdo con estas políticas que condensa en el viejo discurso de que los bajos tipos de interés solo traen gastos del futuro al presente en un ejercicio que se repite una y otra vez hasta que, con el paso del tiempo, el agujero de la demanda a futuro se hace cada vez más grande, de manera que el resultado final vuelve a ser un crecimiento débil de la economía. Krugman duda de los argumentos de King y le achaca que ese modelo se basa exclusivamente en las palabras que pueden crear “una ilusión de coherencia lógica que se disipa cuando tratas de hacer las cuentas”
El libro de King termina ofreciendo un plan en tres partes para salir de la crisis: 1 Reformas económicas para estimular el crecimiento con la intención de cambiar la narración y la conducta de los consumidores. 2 Liberalización del comercio sobre todo en terrenos de consultoría y datos porque en el comercio ya estaría suficientemente liberalizado. 3 Restaurar la flexibilizar la tasa de cambio en lo que parece el fin del euro. Krugman, pese a la sorpresa de la última propuesta, se entristece profundamente cuando subraya que frente a todo el estudio que ha realizado King en su libro sobre la incertidumbre, el equilibrio y la narración de la realidad, las medidas que termina por proponer no ofrecen nada nuevo, son las mismas que el FMI lleva pregonando en los últimos 60 años y así “El fin de la alquimia acaba con una gran decepción.

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